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(Susana López Chicón) Parece que cuando nos hacemos mayores la experiencia de la vida nos va dando una visión diferente de las cosas, del mundo en sí, de las relaciones con las personas y de cómo afrontar el día a día con una perspectiva diferente a la que teníamos hace años. Es una etapa de reflexiones, de convicciones, de sentimientos más asentados, más sabios y a la vez más retrospectivos y profundamente sentidos con otra amplitud diferente.
Cuando somos niños todo nos parece maravilloso, fácil y nos sentimos protegidos por quienes nos cobijan y nos cuidan y como si de una planta se tratase vamos nutriéndonos hasta llegar a la adolescencia que es nuestra etapa de floración plena, nos abrimos a la vida, a nuevas experiencias, a las amistades y al amor. La belleza se instala en nuestro cuerpo para atraer y ser atraídos para cumplir el objetivo de la naturaleza que es multiplicarnos, el yo pasa a ser un nosotros y luego una vez finalizada esta labor, nos damos cuenta que ya dejamos de ser incluso nosotros mismos para convertirnos en cuidadores, progenitores, maestros, educadores y un sinfín de tareas que dejan de lado nuestro Yo para ser un múltiple Ellos.
Los hijos nos toman la delantera y aquellos seres que te idolatraban de chicos y que no sabían ni sostener una cuchara son hoy los que te recriminan por no saber manejar un móvil o un ordenador. Y tú que dejaste de lado tantas cosas por ellos te sientes muchas veces no solo frustrado sino incomprendido, impotente, inservible e incluso triste muy triste viendo que en su desaforada manera de crecer y volar se llevan no solo tus horas de sueño sino los sueños con los que te mantenías despierto durante tantas horas, soñando con una vida llena de sueños para ellos.
Y aunque parezca cruel y quizás si lo sea, no tienen culpa de tener malas contestaciones, malos modos, exigencias y muchas veces hasta vergüenza de sus padres, porque no se dan cuenta de lo que tú dejaste de lado por ellos. Eso lo descubre uno cuando se es madre o padre, y no antes. Es entonces cuando nos acercamos más a nuestros progenitores y nos damos cuenta, muchas veces tarde por no tenerlos, de lo que ellos sacrificaron en sus vidas por hacernos fácil la nuestra. Mientras tanto y en segundo término nuestra lucha diaria es por sacarlos adelante, por enmendar sus modales, por corregir sus dientes, por mejorar su visión, por educar su intelecto, por enseñarles a comportarse, por disfrutar su verano, por educar sus inviernos, por no permitir que le falten alimentos, por permitir que le sobren amistades, por conducirlos y llevarlos, por recogerlos y traerlos. Sin olvidar tantos pañales quitados, tantos mocos recogidos, tantas noches de insomnio, tantos cuentos contados, tantas experiencias compartidas, tantas manitas sostenidas, tantos besos en la frente, tantas curas en el alma.
Por eso cuando a veces desde el otro lado del teléfono me dicen ¿mamá eres tonta? Algo dentro mío se rompe, debo pensar que es la edad, la adolescencia que es muy mala, las hormonas que son peores o quizás culpar al calor insoportable, al mal día o quien sabe que…pero lo cierto es que algo dentro tuyo se revuelve y quisieras correr en ese momento en busca de tu Madre, para abrazarla y pedirle disculpas, y fundirte con ella en un inmensa abrazo agradecido por tantas veces que Tú también le dijiste tonta. Lo único que te lo impide es que ella ya no está para poder recibirlo.