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(Padre Javier/Párroco Alhaurín el Grande) Es la celebración anual de los últimos días de la vida terrena de Jesucristo. Especialmente la Pasión, Muerte y Resurrección. Sin olvidar la institución de la Eucaristía y el Sacerdocio en el Jueves Santo.
Es una semana llena de actividades litúrgicas. Esas celebraciones realizan lo que celebran. Quiero decir: Jesús de Nazaret vuele a padecer, morir y resucitar por el mundo. Vuelve a entregarse en nuestras manos para que lo adoremos, amemos o, por el contrario, lo condenemos y volvamos a crucificar de mil maneras. Ya sea en él mismo o en la persona de los demás.
Dios se acomoda estrictamente a la Liturgia anual. Dios toma en serio el calendario de la Iglesia y se presenta con toda la fuerza, eficacia y amor como en la primera vez. Vuelve a realizar la salvación del mundo en cada celebración. Y en esos últimos días de la vida terrena de Jesús de Nazaret, la Semana Santa, cumple al dedillo todo lo programado sobre su vida, muerte y resurrección. Quiere decir que cumple al pie de la letra la voluntad de Dios expresada en la Sagrada Escritura. Por eso, al morir, dijo: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30) Jesús murió tranquilo, sabiendo que había cumplido todo lo que contenía su misión. Al gritar Todo se ha cumplido, Jesús pronuncio el grito más triunfante de toda la historia de la humanidad. Afirmó que había terminado con éxito una grande y poderosa obra. El capítulo de su vida en la tierra se había cerrado, pero no como un fracaso, sino como la culminación de un plan eterno. El libreto de ese plan se había escrito antes de su nacimiento en Belén, y ahora el telón estaba a punto de cerrase con todas las cosas en su lugar.
¿Qué es lo que está cumplido? En primer lugar, la vida terrena de Jesús, la obra que el Padre le confió para que la cumpliera (cf Jn 4,34; 5,36; 17,4). «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). «Extremo» en griego se dice telos: palabra ésta que aparece, en forma de verbo, en el grito de Cristo: Tetelestai, todo está cumplido. Se ha llevado a cabo la prueba suprema de su amor. Hasta el extremo de entregar su vida para que nosotros vivamos la suya. Para llevarnos junto al Padre. Ese es el extremo, ese es el fin de la Semana Santa: hacernos divinos junto a Dios, gozar de la presencia y de la posesión de Dios.
Se han cumplido también las Escrituras. La del siervo sufriente, la del cordero pascual, la del inocente asesinado, la del nuevo templo que vio Ezequiel, de cuyo lado derecho manaba un río de aguas vivas (cf Ez 47,lss). Pero no es que se haya cumplido tal o cual punto de las Escrituras: se ha cumplido, en bloque, todo el Antiguo Testamento. No analítica, sino sintéticamente, en su sustancia. El Cordero, al morir, abre el libro sellado con siete sellos (Ap 5,1 ss) y revela el sentido último del plan de Dios.
De ahí que la Semana Santa gira entre los goznes de Jueves Santo, Viernes Santo y Domino de Resurrección. Todo con la misma finalidad: el cumplimiento total de un plan proyectado por Dios Padre desde antes de la creación del mundo. Y que consiste en terminar la obra de la creación, llevándola a su culmen, recreando desde dentro todo lo que existe: el universo entero y la humanidad entera: Hacer unos cielos nuevos y una tierra nueva. Un universo totalmente renovado al gusto de Dios.
Nos conmovemos durante la Semana Santa de los sufrimientos que tuvo que soportar Jesús de Nazaret. Pero si miramos con atención los Evangelios que van narrando su vida, especialmente los tres últimos años, vemos que los motivos para sufrir nunca le dejaron. Críticas, zancadillas, murmuraciones, juicios contrarios, incomprensiones hasta de los más íntimos, seguimiento interesado, adulaciones, ganas de acabar con él, de apedrearlo, de tirarlo por un barranco- Le llamaron amigo del diablo, borracho, comilón, amigo de pecadores, cuando no lo entendían se reían de él, etc. Su vida fue, desde nuestro punto de vista, una incesante pesadilla.
Y ahí está el misterio. Asumió una vida como la nuestra, sometiéndose a todo como nosotros: a la condena, al juicio, a la incomprensión, a la calumnia, a la mofa, a la ignorancia de los demás, etc., justamente para asumir todo lo negativo de la existencia humana y cambiarlo de arriba abajo; cargando con los males y con las causas de los males nuestros, como son: el egoísmo, la vanidad, la chulería, la hipocresía, la maldad, la malicia, el querer ser más que los demás, el tener dominio de todo y de todos, la tiranía… todo eso lo sufrió en sus propias carnes porque quería cargar con ello y clavarlo en la cruz y así destruirlo. Se cubrió con todo lo peor que hay en la humanidad, lo clavó en la cruz, lo llevó al sepulcro y allí lo dejó, resucitando una persona totalmente nueva.
La Semana Santa es la traca final de toda la Redención hecha por Jesús de Nazaret, pero durante toda su vida estuvo chupando nuestra pobreza, haciéndola suya, perdonando una y otra vez, rogando e intercediendo al Padre por lo pecados que iba descubriendo. Y cuando ya estaba todo, más o menos concluido, se ofreció a sí mismo, a su Madre, a su mensaje. Ofreció su Cuerpo y Sangre para que nos diesen su propia vida al comerlos y así perpetuar su acción salvadora durante los siglos que durase la vida sobre la tierra.
Quiero decir que la Semana Santa no acaba el 27 de marzo con el día de la Resurrección. La Semana Santa continúa. Jesús sigue siendo condenado en tantos hombres y mujeres; sigue siendo azotado, coronado de espinas, clavado en un madero en tantas personas que a través de la historia humana son condenados, azotados, esclavizados y muertos por los demás. Si te fojas, Jesús sigue crucificado, no se ha bajado todavía de la Cruz. Se bajará cuando nos queramos como hermanos; cuando hayamos hecho los deberes de humanidad y de perdón; cuando no condenemos a nadie ni quitemos la fama a nadie. En fin, cuando nos dejemos sanar por las heridas y llagas de Ese Jesús que vamos a escenificar en nuestras calles.