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Por Anna Cano, estudiante de Periodismo en la UMA.
Como bien adelantó Dante Alighieri: “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en épocas de crisis moral”.
En las últimas décadas el mundo ha experimentado uno de los mayores cambios en la historia a través de la implantación de internet y nuevas tecnologías como los teléfonos inteligentes. Esto ha provocado a su vez, un cambio social y cultural: hemos pasado de un modelo de comunicación prácticamente unilateral a una sociedad red interdependiente. Aumenta el ritmo de la información, todo fluye con mayor rapidez.
Quizás la sociedad no estaba preparada para tal revolución: mientras avanzamos cada vez más en el ámbito tecnológico, el mundo que nos rodea queda obsoleto. Tenemos un sistema que se implantó por primera vez en el siglo XVII y su contraparte más poderosa, el comunismo, fue ideada por Karl Marx en el XIX.
A raíz de la historia y el eterno enfrentamiento entre ambos sistemas, parece que como colectivo nos hemos quedado estancados en las peleas ideológicas sobre qué es mejor o peor y quién hizo más daño.
Mientras tanto, la asignatura de Filosofía desaparece de las aulas y la carrera universitaria peligra con mínimos históricos. No es de extrañar: es considerado un arte que no da de comer.
Quizás deberíamos parar en mitad del ritmo acelerado y estresante de la vida postmoderna a reflexionar y observar el mundo que nos rodea.
Ese mundo tan obsoleto y precario por una parte, y tan avanzado por otro.
Ya no se trata de izquierdas o de derechas: se trata de encontrar un modelo que cumpla los estándares de una sociedad avanzada, consciente del medio ambiente y del entorno que habita; una sociedad que aspira al verdadero estado de bienestar y que se siente impotente ante el sufrimiento ajeno.
No necesitamos influencers, necesitamos filósofos.