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(Anna Cano/ Estudiante de Periodismo) Sentadas en la terraza de un chiringuito, como es costumbre en esta época del año, unas amigas comienzan a hablar de ginecología; mientras otras dos, en los asientos de autobús, profundizan en la salud mental.
Parecen dos aspectos fundamentales y que deberían estar garantizados para cualquier persona, sin embargo, esto no siempre se cumple:
Una de las muchachas acudió al centro de salud municipal para hacerse una citología, donde sufrió humillaciones por parte de las tres mujeres que la atendieron. Hicieron referencia a su vida sexual, dada la dificultad para introducir el espéculo, burlándose de ella. Salió llorando.
Otra, con dieciséis años, acudió al médico de cabecera porque tenía síntomas de depresión y sufría abuso por parte del padre. La respuesta, de nuevo, fueron burlas, haciendo referencia a que la niña era una pobre princesita que no daba motivos para sufrir dichos ataques. “Eres demasiado joven para tener depresión, no tienes ni idea de lo que es, deberías esperar que nunca te pase, porque es horrible.”
Doce años más tarde, la niña ya adulta, sigue con los mismos problemas mentales sin diagnosticar y no dispone de los recursos suficientes para acudir a un psicólogo privado.
La joven de la citología se ha pasado a un ginecólogo privado, que cobra cien euros por consulta.
¿Por qué las mujeres, por muy jóvenes que seamos, tenemos que aguantar estos atropellos a nuestra intimidad? ¿Por qué cuando tienes una enfermedad seria tienes que acudir a profesionales privados?
¿Acaso la salud mental no importa tanto o más que las dolencias físicas? ¿Las mujeres no somos, ante todo, personas?
Parece que el estado de bienestar solo existe con el suficiente nivel adquisitivo para acudir a especialistas privados, mientras a los más desfavorecidos no se les garantiza algo tan básico como la salud mental; o en el caso de las mujeres, su derecho fundamental al honor.