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(Anna Cano/ Estudiante de Periodismo) Cuando era pequeña, como a todos los niños, mi madre me leía cuentos de buenas noches. Nos los han narrado una y otra vez: la princesa fue rescatada por el príncipe y vivieron felices para siempre.
A pesar de dejar un buen sabor de boca y hacer que una se durmiera con buena sensación, convencida de que el mal siempre acaba perdiendo, todos sabemos que estas historias nos generaban unas expectativas poco realistas para nuestro futuro: las niñas tienden a perseguir a su príncipe azul y los niños, a su princesa para proteger.
Si nos centramos en el contexto en el que se originaron estos relatos, quizás solo buscaban perpetuar el statu quo de la época: marcada por una alta tasa de mortalidad tanto infantil, como adulta; pues los pocos niños que lograban sobrevivir, tenían una esperanza de vida de cuarenta años, aproximadamente.
Así, la principal función de las mujeres era tener el número máximo de hijos posibles y el varón se encargaba de cuidar y alimentar a la familia.
Este modelo ha cambiado en las últimas décadas: somos más eficientes teniendo niños. Eso implica también que la mujer esté más presente en el mundo laboral y, por tanto, tiene la capacidad de ser más independiente.
Estos valores que se nos han inculcado desde pequeños, nos han dado una visión poco realista del amor, que se traslada a relaciones románticas dependientes, y en el peor de los casos, con violencia de género implícita.
Los esquemas, en la actualidad, han y están cambiado a un ritmo muy acelerado, por lo que sería interesante centrarse en la inteligencia emocional; en el poder que tenemos como individuos, independientemente del sexo; y en unas relaciones sanas basadas en el respeto mutuo.
Seguramente el punto más difícil sea el desapego emocional, pues todos queremos ser amados y muchas veces dependemos demasiado de nuestra pareja.
Es complicado ser imparcial donde hay sentimientos de por medio, pero también es cierto que podemos hacer más en el aspecto de tener relaciones equilibradas.
Después de todo, el romanticismo no ha muerto: simplemente ha cambiado.
Nota: en el título cito el primer verso contenido en la rima XXIII, extraída del libro Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.