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(Anna Cano/ Estudiante de Periodismo) Las decisiones forman parte de nuestras vidas de forma tan natural como el aire. Desde el momento en el que nos despertamos por la mañana las estamos tomando: qué me pongo, qué cosas tengo que hacer, qué voy a comer…
El día a día trae consigo elecciones, a ojos de muchos, banales. A lo largo del camino, nos vemos sobresaltados con retos que no son tan fáciles de resolver: bien porque pueden repercutir de forma importante en nuestro futuro, bien porque todas las opciones tienen el mismo peso.
Es entonces cuando surge el miedo a equivocarse.
¿Por qué vemos los errores como algo negativo, cuando no se trata más que de una oportunidad valiosa para aprender y crecer como personas? La zona de confort es maravillosa porque evita que uno tenga que romperse demasiado la cabeza, pero a la larga, es tediosa: la rutina mata.
Desde la infancia, los fallos se castigan a través del intento de corregir los comportamientos socialmente rechazados, en el colegio nos restan nota y vivimos con el constante miedo al fracaso.
Todos queremos tener éxito en la vida, pero nadie nos dice que para lograrlo, hay que equivocarse muchas veces. Deben cometerse faltas con el fin de aprender y enmendarlas en un futuro. Al fin y al cabo, es como aprendemos los seres humanos.
Es importante que cambiemos nuestro concepto sobre las malas decisiones, deshacernos de nuestros temores y afrontar las consecuencias con valentía. Si aprendemos que ninguna de ellas es mala ni buena—simplemente diferente— seremos capaces de lograr grandes cosas.
‘No sé qué es lo mejor.’
¿Y si lo mejor no existe?
Debemos perder el miedo a emprender.
Quien no arriesga, no gana…