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(Juan Luis Cervera/ Estudiante de Periodismo en la UMA) Además de su procesamiento, a la hora de ingerir un alimento es imprescindible chequear su procedencia. Así, apostar por los productos de “kilómetro cero” es una cuestión de vital importancia para regular el mercado nacional.
Se cataloga como productos de “kilómetro cero” a aquellos que han recorrido menos de cien kilómetros hasta llegar a nosotros. Se trata de productos frescos y ecológicos debido a que no han de ser transportados en buques ni mantenidos en refrigeradores.
En 2016 la patata francesa inundó el mercado español, dejando por el suelo a los precios de la española. Precisamente, la patata es un alimento que abunda en nuestras tierras y que no necesita ser importado. La explicación de ello está en un doble trasfondo: la rentabilidad financiera.
Lo mismo ocurre con otros muchos productos: el espárrago de Chile y Marruecos; el trigo de Francia, Ucrania y Rumanía; el tomate de Portugal y Holanda; el aceite de oliva de Italia y Grecia, el maíz de Ecuador y Colombia o los cítricos de Brasil, Paraguay y Sudáfrica.
Éstos son ejemplos de productos que recorren miles de kilómetros hasta llegar a las estanterías de los comercios españoles. La última “bomba” proviene del acuerdo alcanzado entre la UE y Sudáfrica para la compraventa de naranjas. Los sindicatos españoles calculan una pérdida de 85 millones de euros en el sector.
Las cosechas son temporales y dependen, entre otras cosas, de las estaciones. Sin embargo, nos encontramos con hortalizas, frutas y verduras disponibles los 365 días del año. Junto a la globalización, este fenómeno tiene lugar debido a que nos encontramos ante una agricultura intensiva que funciona a golpe de fertilizantes y pesticidas.
Pero… ¿Existen alternativas? Frente a las multinacionales de la agricultura y la ganadería que tratan de imponer sus productos a toda costa mediante políticas mercantilistas nace la Soberanía Alimentaria, la cual concibe al campesinado como eje principal de un sistema alimentario autosostenible y respetuoso con el medio ambiente.
Las propuestas que quieren ser constructoras de esta filosofía deben realizarse respetando los principios de la ecología del agua en las fincas, donde ésta sea empleada en regar cosechas de alimentos para la población y no materias primas para los agronegocios.
Tan solo en EE. UU, veintiún millones de hectáreas de praderas fueron convertidas en explotaciones agrarias entre 2009 y 2015, lo que implica, en muchos casos, la deforestación de bosques y la alteración de parajes naturales.
En España, la industria porcina produce cada año más de 60 millones de metros cúbicos de purines, que, sin poder ser absorbidos por la tierra, acaban contaminando fuentes, manantiales y acuíferos.
Muchos ganaderos y ganaderas recomiendan reducir el consumo de carne. Con ello hacen referencia a que la carne que habitualmente se consume ha sido manipulada por las grandes industrias y sigue un patrón muy diferente a la agricultura extensiva; mucho más ecológica y respetuosa con el ganado.
Este modelo de integración vertical de la industria cárnica comenzó en la España de los años sesenta a raíz de la industria de los piensos. Después fue desarrollado por cooperativas como Coren o Guissona, que comenzaron a operar en varios ámbitos de la cadena de producción. El último impulso llegó a partir de los grandes supermercados como Carrefour, Eroski y Mercadona.
La ganadería intensiva está acabando con las granjas y fincas convencionales y de calidad. Según datos del INE, entre 1999 y 2013 en España se perdieron más de 88.000 explotaciones de vacuno, 128.000 de porcino, 161.000 de aves y 43.000 de ovino. En 2013, la media de cerdos por explotación pasó de 122 a 467; la de aves por granja pasó de 756 a 2.618; y la de vacuno pasó de 33 a 58.
Y… ¿A qué se debe que nuestra dieta esté basada principalmente en nutrientes de origen animal? Entre las causas de este sobreconsumo de carne y lácteos industriales están los subsidios enormes que hacen posibles precios tan baratos.
Las leyes europeas han generado ganancias astronómicas para las grandes corporaciones a la vez que dejan en el aire la salud de las personas. En concreto, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura señala que la producción de carne genera mayor emisión de gases con efecto invernadero que todo el transporte mundial.
En 2013, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) repartieron 53.000 millones de dólares a la industria productora de carne. En ese mismo año, la Unión Europea otorgó 731 millones de dólares bajo el mismo concepto.
Por su parte, el Departamento de Agricultura Estadounidense pagó más de 500 millones de dólares a solo 62 empresas como la multinacional Tyson Foods para conseguir colocar carne en todas las estanterías del mundo.
Está demostrado que rebajar el consumo de carne disminuye a un 34 % el riesgo de padecer enfermedades como el cáncer, lo que se traduciría en un ahorro sanitario de unos 735 mil millones de dólares anuales.
Las investigaciones de GRAIN han concluido en que, si se implantasen las políticas correctas, se conseguiría reducir el 24-30 % de las emisiones globales de la actualidad hasta el punto de recuperar los niveles de hace cincuenta años.
La FAO fue criticada por la industria de la carne tras publicar un informe en 2006 que demostraba que la ganadería supone un 18% del total de CO2 emitido a la atmósfera. «Me han presionado por sugerir que las personas consuman menos carne», apunta Rajendra Pachauri; presidente del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) entre 2002 y 2015.