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(Anna Cano/Estudiante de Periodismo en la UMA) Los columnistas: esos seres agraciados, tocados por la luz divina. Textos de autor, como esos platos elaboradísimos de escasa cantidad con la firma del chef. Ni siquiera un menú de seis platos consigue llenar tu estómago, pero oiga, es la créme de la créme.
Tiene que serlo, lleva firma. Eres dios, eres uno de los pocos elegidos para opinar, para desnudarte, para cautivar a tus lectores. No puede ser cualquiera, solo los más eruditos designados a dedo tienen la cualificación para contar con su espacio en el periódico,
ese trozo de papel elitista que lee el público “formado”.
Mientras la sociedad se ha dado la torta de lleno con el siglo XXI e internet—esa tecnología que evoluciona a pasos tan acelerados que hace que muchos desfallezcan por el camino, ahogados en el intento de su seguir su ritmo—, aún quedan sujetos románticos que viven en su mundo de yupi.
Reporteros cansados, escritores, doctores en humanidades… En serio, ¿para quiénes escriben? Parecen temas sobre los que filosofar con los amigos igual de selectos junto a un puro cubano y buen whisky escocés, sentados en los sillones barrocos del salón—que
cuestan más que una casa— una tarde de domingo.
Señores, siento darles la noticia: estamos en la era posmoderna. Con la interactividad, saturación de información y la fiebre por el postureo, hemos olvidado a escuchar. A prestarle atención a lo que siente o piensa otra persona porque lo importante es el yo: yo, yo, yo.
Solo hay que mirar los perfiles de los jóvenes y no tan jóvenes, posando como esculturas romanas en paisajes idílicos en un amago de convertirse en tendencia. Todos quieren ser el centro de atención, pero no se la prestan a los demás. ¿Las profesiones soñadas del futuro? Youtuber o influencer.
Sinceramente, no sé qué es peor. Lo único de lo que tengo certeza es que la brecha generacional es más amplia que hace 20 o 30 años. Somos unos extraterrestres que se mueven en distintas dimensiones y, en lugar de aprender unos de otros, solo nos dedicamos a insultarnos mutuamente.Olvidamos a menudo que la belleza está en la disonancia, que todo lo que choca con nuestra imagen del mundo es una gran oportunidad para aprender, para crecer.
Me encantaría ver a señores trajeados posar cual adolescente en el photocall del local de moda poniendo morritos, pero sentiría aún mayor satisfacción que también se proyectara el punto de vista de los jóvenes en los medios. Al fin y al cabo, se trata de describir una realidad, ¿no? Me parece que todos los puntos de vista son interesantes y no tienen por qué ser fruto de la lectura de montañas y montañas de libros. Hay cosas que enseña la vida y que no se pueden encontrar entre tinta negra sobre fondo blanco, al igual que los mayores pueden aprender de las generaciones venideras. La clave está en la empatía, esa gran desconocida.
Escribir columnas no te convierte en dios, ni siquiera, en una persona relevante fuera del terreno de la prensa. Bajémonos del burro de una vez y comencemos a pensar fuera de los moldes encorsetados que oprimen nuestras mentes. Construyamos juntos un nuevo futuro fresco, positivo, colaborativo.
Construyamos nuevas historias, de esas que llenan el corazón. De esas que te hacen sentir vivo y recordar por qué sigue mereciendo la pena existir en un mundo loco, desquiciado y esquizofrénico. Pintemos colores sobre el cuadro gris contaminado y hagamos que
la luz se abra camino entre las nubes.