La niña de los rizos castaños

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(Anna Cano) Abro los ojos por primera vez en tres días. Estoy en el hospital. Tengo un dolor de vientre horrible. Me ponen una inyección de calcio.

—Menos mal que no la hemos operado. Tiene usted tal infección que si la llegamos a abrir, no vive para contarlo.

El médico está diciendo algo de un embarazo ectópico. Tengo que volver al trabajo, tengo que volver  al trabajo…

—¿Pero está usted loca? Ha estado inconsciente durante los últimos días, está exhausta y  necesita reposo para recuperarse. Quédese, por favor.

Una niña de cuatro años está dando saltitos por una calle empedrada. De repente, se queda parada y observa como sus marcados rizos castaños se reflejan en su sombra. Está contenta porque nunca la dejan salir de casa. Los días se hacen largos, así que suele matar el tiempo con su abuela, pasando el rodillo por un trozo de masa para pierogi u ordenando los botones de colores de la caja de costura.

Los alimentos no abundan en las tiendas. El pan lo traen por la mañana y la carne por la tarde, así que todos los vecinos del barrio forman largas colas para hacerse con los artículos más codiciados. La mantequilla, los plátanos, los huevos y el chocolate son los más populares. Delante de los pequeños comercios, hay babcias (abuelas) que vienen desde las afueras, sentadas en fila, cada cual, ofreciendo lo mejor de su pequeña huerta: flores de diferentes colores, frutas, verduras, trabajos manuales…

—Me mandaban a preguntarles el precio de cada cosa para deshacerse de mí— afirma entre risas la niña que ya tiene 57 años—. Me gustaba mirar por la ventana. Cuando llovía, veía como caía el agua sobre el cristal; cuando nevaba, observaba la forma de los copos de nieve. No estaba permitido quejarse de que uno se aburría, si no querías cargar con las consecuencias.

En la Polonia de los años 60, los ciudadanos trabajaban en un futuro mejor para todos. La guerra estaba aún muy presente y ahora tocaba al país levantarse de sus cenizas, por lo que los padres pasaban largas horas fuera de casa, trabajando. Anna Lowicka se quedaba a solas con su hermano después de recogerlo del colegio y esperaban pacientemente su regreso.

Antes de salir de casa, Michalina, la madre, sacaba el cinturón, lo tensaba entre sus manos y la miraba con una cara digna de película de terror:

—Que no tenga que usar esto.

Las formas de castigo eslavas son muy originales: no hay niño que le tema más a algo que a un cinturón o una kapcia (alpargata). Pero con tantas horas muertas, la tentación era grande: una tarde de invierno se juntaron los niños del vecindario para montar en trineo en un lago cercano. Nad zalewem era una zona prohibida, estrictamente prohibida. El agua estaba congelada y sus orillas cubiertas de una densa capa de nieve.

Ras, dwaTrzy!

Los niños se precipitaron con su trineo por la cuesta en fila india, hasta que el primero rozó el hielo.

No había espesado suficiente.

Demasiado tarde.

Todos cayeron al agua.

—Por la noche, solo se oía llanto salir de las casas.

Anna se ríe con un brillo en sus ojos verdes salpicados de notas grises y marrones, mientras se reclina en su silla metálica con los brazos cruzados. La niña pequeña se refleja en su rostro: los largos rizos castaños se han convertido en una corta melena ondulada pelirroja que cae de forma suave sobre su cuello. Cuando sonríe, se ilumina todo el espacio.

—No fue hasta los seis años que me mandaron a la guardería: mi primer encuentro con la realidad socialista. Estaban todos los niños ya entrenados para hacer las coreografías. Las clases eran mixtas. Recuerdo que nada me provocaba más rechazo que darle la mano a un niño.

Murzynek Bambo w Afryce mieszka,

Charną ma skórę ten nasz koleżka.

Uczy się pilnie przez całe ranki

Ze swej murzyńskiej pierwszej czytanki

[…]

Mama powiada: “Chodź do kąpieli”,

A on się boi, że się wybieli

La estudiante está sentada delante de un pupitre de madera. Sus ojos se posan sobre los versos de Murzynek Bambo, un poema muy conocido, escrito por el autor judío Julian Tuwim entre 1923 y 1924 con el que enseñan leer a los alumnos:

El negrito Bambo vive en África,

Oscura es la piel de nuestro coleguita.

Estudia con atención durante mañanas enteras

De su primera lectura negra

[…]

Mamá dice: “Ven a bañarte”,

Y él tiene miedo de volverse blanco

La educación era muy buena, gratuita. Había un médico, una enfermera y un dentista por centro. Los primeros años aprendían sobre los animales que viven en el bosque, cómo buscan la comida y cómo se preparan sus lechos para hibernar; sobre las aves que migran desde el sur y la importancia de cuidarlas.

—Teníamos una visión muy idealizada de la realidad.

El orgullo obrero estaba muy presente, muy valorado. Desde pequeños les explicaban la gran importancia que tenían los trabajadores para el resurgimiento del país. Por todas partes se veía propaganda de hombres humildes musculosos con las herramientas de su gremio.

—Y nosotros éramos el futuro de ese porvenir brillante, lo que nos hacía sentir especiales.

En los años 70, Polonia vivió una época de oro. Los británicos habían conseguido presionar al gobierno para vender sus recursos de carbón por una cantidad simbólica, a cambio de préstamos millonarios.

—Aumentó el nivel de vida: para conseguir un teléfono ya solo había que esperar tres años, era más fácil acceder a ropa colorida y moderna e incluso, había gente que se podía permitir un coche.

Antes, solo las personas que ocupaban altos rangos contaban con estos privilegios: si había que hacer una llamada o se necesitaba desplazamiento, se iba a casa del vecino a pedirle el favor.

—Se hacía todo con mucha naturalidad. No existía la típica cosa de: “Vale, pero me pagas la gasolina”.

Llegó el momento de saldar la deuda con intereses y sin materia prima, el país cayó en una grave crisis.

—Terminaron de pagar hará cosa de cinco años. Creo que fue eso lo que realmente desmanteló el sistema. El comunismo no falló porque no funcionaba, sino por la avaricia de los dirigentes. Al final había mucha corrupción, mucho enchufismo. Tal y como se levantó Polonia después de la guerra, sin ningún tipo de ayuda externa, solo con el trabajo de su gente, eso en la actualidad no sería posible bajo ningún concepto.

El nivel de vida era muy bajo, pero con la pensión mínima llegaba para vivir. No existía el desempleo. No desahuciaban a la gente de sus casas. La cultura estaba muy valorada y el acceso a la misma era muy barato.

—Todo el mundo tenía algún tipo de estudios. No existía el analfabetismo. Mi tía, que no pudo sacarse ningún título porque estalló la guerra, se expresaba como un académico, ya que le encantaba leer.

Sin embargo, el pueblo no estaba contento.

—Creo que fue un gran error que no nos dejaran viajar a países no comunistas, porque los pocos que escapaban solo contaban maravillas. Claro, no te van a decir que viven bajo un puente. Yo tuve la oportunidad de irme dos veces y no me fui, porque estaba bien como estaba.

Al final, todo se volvió insostenible.

—Salí de Polonia siendo anticomunista. Fidel Castro me parecía un pringao. Ahora cuando digo que soy roja, la gente no me cree.

Es 1988.

Nadie ve venir lo que está a punto de pasar.

Tras unas semanas en el hospital, las enfermeras han conseguido convencerme: tengo que irme de este país. Mi prima Ewa no se anima a venir. Normal, es ilegal y muy arriesgado. La hermana pequeña de mi amigo, Yvona, está dispuesta.

He vuelto al trabajo, la agencia de viajes en la que paso más de 10 horas al día.

Les he solicitado hacerme cargo del viaje programado para España.

La policía me ha entregado el pasaporte, pero se ha quedado mi carnet de identidad como garantía.

Mañana, Yvona y yo partimos rumbo a Madrid.

Lo que no saben es que el autobús regresará a Kielce con dos plazas vacías.