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Un funerario cualquiera
Algo ha llegado para quedarse. Una cosa desconocida nunca antes vista. Me agarro a la posible seguridad que pueda tener el lugar en el que ha empezado. Es un lugar para algunos…, remoto y a muchos kilómetros de distancia de nuestro país. Un país con una extensión considerable, pero aún más considerable es su población. Sus habitantes roza los mil cuatrocientos millones: China. De entre sus muchos pueblos y ciudades, se encuentra la ciudad de Wuhan, en China Central. Y ahí comienza todo. Me creía que jamás llegaría aquí, que nuestro país tenía una cúpula que lo cubría todo y que era inmune a las cosas que pasaran fuera de sus fronteras. No ha sido así.
En enero del año en curso se informa a la población de un posible caso aislado, totalmente controlado. Nada malo. Las personas que gobiernan este país dan datos inconclusos, inexactos. Otro caso más y otro y otro. Comienzan los tumbos hacia un lado y otro como ese boomerang que va y viene. Nadie sabe cómo afrontarlo, ni mucho menos echarle el valor de mirarlo a la cara. Todo es un auténtico caos. Las cifras suben como la espuma y entonces llega marzo, ahí se dispara en una cuesta ascendiente que no cesa. Entro en juego.
Un día quince del mes de marzo. El mes en que todo se debe de estar preparando para acoger la semana gloriosa de todo creyente, casi la agarro con las manos para que me haga volar una vez más, un año más. Las cosas se desmoronan como un castillo de arena al borde de un rompeolas. Lo que parecía un simple catarro, se convierte en una epidemia; luego, en breve espacio de tiempo, en pandemia. Global. Cada una de las partes del globo terráqueo ha sido infectada, llevándose consigo a su gente, llenando sus pabellones de cadáveres que se amontonan como sacos de patata.
Ese quince de marzo me toca más de lleno. Empiezo a vivirlo, lo antes intangible se hace palpable. Lo que jamás me había imaginado, ocurre en mis narices para darme de bruces con la auténtica realidad. El teléfono suena y no me creo lo que su emisor me dice al otro lado del auricular. Tengo un caso. Lo preparo con esmero, no sé lo que me voy a encontrar. El protocolo aún tiene lagunas, como una neblina que lo empaña, que no deja ver más allá de mis pies. He de ser cauto y preciso. Sé que antes de dar un paso en falso debo pensar en él, meditarlo, asegurarlo. Mi móvil da varias vibraciones con el mismo nombre en la pantalla y pienso que la voz que antes me ha dado la noticia se va a retractar, desdiciendo su noticia.
En mi interior lo deseo fervientemente, pues las cosas novedosas me ponen nervioso. No es así. Esa voz me devuelve a la Tierra y una losa inmensa cae de plan sobre mí, llevándome a poner todos los sentidos en alerta máxima. Otro caso. Si con uno no tenía bastante, va y me da otro. Mi suerte, si es que la puedo llamar así porque la suerte me ha dado la espalda, es que el caso está en el mismo lugar que el anterior, así que podré dedicarle la pausa necesaria.
Son las seis de la tarde. Mi compañero ha llegado. Pienso que, ante la tesitura de estar con algo novedoso e inaudito, el compañero que me ha tocado esta tarde es el mejor y estoy seguro de que no me dejará ni un instante. El furgón está cargado. En un frasco pulverizador alcohol rebajado con agua; en otro de las mismas características, lejía. Mi bolsa me acompaña como perro faldero que no se separa de su dueño. No quiero abrirla. Su contenido me hace estremecer, no quiero que llegue el momento de abrirla y tener que utilizarlo. Llegamos al lugar.
Ante nosotros se ve un gran edificio de color ocre flanqueado por un portón negro de acero corrugado. Sus ventanas nos miran desde la distancia, aunque los ojos de sus moradores no vean más allá de las cuatro paredes que lo encierran. Una vez que pasamos el portón, una barrera automática se alza y deja libre el camino que nos atrae sin remedio. Un par de curvas después, captamos el caos absoluto y nos miramos con cierta reticencia. Ambos no queremos estar ahí, pero no tenemos otra opción.
Las luces azules de una ambulancia bañan de forma intermitente las paredes del edificio. De su interior salen dos personas que rápidamente lo preparan todo para el traslado. Me resulta extraño que ambos lleven esa indumentaria desconocida; un traje que no deja traslucir las características físicas de los que lo portan. Mi compañero me dice que dentro de unos minutos también estaremos nosotros así, tal y como están ellos. No quiero ni pensarlo. Algo me repele, me expulsa de allí como si fuese un polizón en casa ajena. Otra cosa me llama y atrae al igual que imanes de polos opuestos, sé que es el aprendizaje de una vivencia más de la vida.
Una oportunidad a la que agarrarme para así llevar esa tremenda carga sobre mis hombros. La responsabilidad de hacer las cosas bien, no sólo bien sino perfectas. No puedo cometer ni un fallo, pues un único desliz haría que todo se pusiera patas arriba. Cada uno de los pasos que he de dar debe estar calculado al milímetro. El furgón se detiene.
Me coloco la mascarilla y los guantes azules de nitrilo. En una mano dos expedientes sin rellenar; en la otra, el móvil. Bajo del furgón. Trago, una vez tras otra, la saliva que se amontona en la garganta. Mi compañero se queda en el furgón con la esperanza de ponerlo en su sitio. Veo que personas de batas verdes van hacia un lado y otro como ovejas descarriadas. Noto que la incertidumbre que lo rodea todo se hace más tangible. Un rayo electrizante penetra por mi cabeza, recorre mi cuerpo hasta mis pies y se deposita en mi corazón. Mi ser está ante la prueba más cruda de su existencia. Real y latente. Llega el momento.
Un hombre de unos cincuenta y tantos años se acerca a mí. Se presenta. Con este ropaje ha quedado claro quién soy y a qué vengo. Los pantalones oscuros de pinza, camisa blanca y corbata verde, además de un polar gris para mitigar el frío de la tarde que comienza con su ocaso. Supongo que lo que ha llamado la atención de este señor han sido los expedientes que tengo en la mano.
Me presento con palabras escogidas, quiero que cada una de ellas sea recibida con agrado, que, a su vez, le proporcione algo de sosiego. “Estoy aquí para ayudarle, caballero”, le digo. Cada uno de los casos anteriores han sido especiales y tratados con la humildad necesaria en cada uno de ellos, pero toda novedad requiere un cuidado más especial. Veinte años, esa es la edad del caso que me ocupa en primer lugar.
Con toda una vida por delante, cae fulminado por esta nueva enfermedad. El hombre mantiene una cierta cordura ante los acontecimientos que seguramente lo llevarán al abismo existencial. Es el padre. Un padre que ha perdido a un hijo es lo peor que puede ocurrir. Ver como una parte de tu ser se ha marchado para siempre debe ser algo inexplicable. Una cosa que no quiero ni pensar.
En mi casa tengo dos hijas esperándome. De manera irremediable me pongo en la piel de ese padre que ya no volverá a ver a su hijo, de ese hijo que se ha ido muy pronto, demasiado. Entro en la sala. Enfrente queda una pequeña estancia con cinco sillas azules y una mesa pequeña y baja. Al fondo un cristal que separa dicha estancia de un habitáculo flanqueado por una cortina que no deja ver más allá.
A su lado otra estancia de las mismas características. Ambas están vacías. En el recibidor hay diez sillas dispuestas unas al lado de otras, sólo dos de ellas están ocupadas. Dos mujeres. Una mujer de pelo rubio está con la cabeza gacha mirando un punto en el moteado suelo. La otra mujer con pelo canoso observa con la mirada perdida hacia el infinito. Las dos con lágrimas saladas que recorren sus mejillas, se paran un instante en la barbilla y se deslizan en caída hasta depositarse sobre las losas. Madre y abuela. Ahí están las dos completamente abatidas. Sus corazones partidos por la mitad, sus almas marcadas de por vida.
La daga afilada del amor incondicional entró hace veinte años en lo más profundo de sus corazones para quedarse más allá de la existencia corporal. Porque ellas aman con el alma que es eterna. No existe alivio que consuele tanta desazón. Una vez que mis palabras intentan serenar y dar algo que reconforte la situación, procedo a la parte más cruel y dolorosa.
Mi compañero está fuera del furgón y me acerco hasta él para comentarle que todo está listo. Un caso se puede terminar. Él a sabiendas que el siguiente caso estaba ahí, me comenta que si la familia del caso que nos ocupa se ha marchado para casa o si, por el contrario, va a esperar. Le digo que al no poder ver a su hijo, han decidido marcharse. Resulta que este nuevo virus es letal y arrastra con cualquier debilidad que encuentre en tu organismo. En el organismo del chico de veinte años encontró leucemia. Asimismo he de decir que nada ni nadie podrían acceder al cuerpo sin vida del chaval. Ni siquiera los padres. Nosotros tenemos preparadas nuestras bolsas.
El otro caso resulta ser, por decirlo de algún modo, más llevadero. Un hombre de avanzada edad se le ha complicado una neumonía que sumado al dichoso virus desencadena el final antes de lo previsto. Su cuerpo alto, obeso y desaliñado yace en una camilla sin ninguna vigilancia. Si tuviera que apostar algo, habría apostado porque ese hombre, si no se le hubiese torcido su curva de mortalidad, habría permanecido en vida mucho tiempo más. Setenta y dos años. Su esposa e hijos lloran totalmente abatidos y desconsolados. Era un buen padre, un buen esposo, un buen abuelo. Todo se reduce al minúsculo espacio de la familia, ésta es la única que permanece en cualquier momento.
Termino la asistencia familiar con el convencimiento de que lo he hecho lo mejor posible. Mi capacidad psíquica está al borde del colapso, pero continúo el proceso. Mi compañero desembolsa su equipo y acompaño cada uno de sus movimientos. Empiezo colocándome el peto blanco. Introduzco mis piernas, luego los brazos y finalizo cerrando la cremallera hasta el cuello. En el segundo paso me pongo los forros azules para los zapatos, recoloco bien mi mascarilla y saco de su envoltorio las gafas protectoras. Los guantes azules de nitrilo los recubro con otro más y luego unos guantes negros muy especiales para el caso que me ocupa. Me coloco el gorro del peto.
Antes de entrar en el lugar, preparo con esmero todas y cada una de las bolsas para depositar cada protección una vez utilizada y coloco a la mano los botes de alcohol y lejía. Llega el momento. Vamos rápido, no hemos de estar mucho tiempo ahí. Está premeditado, calculado hasta el mínimo detalle, pero el protocolo no es claro. Los pasos que tendrían que haber dado los enfermeros y celadores no han sido del todo claros y doy por sentado que tendremos que darlos nosotros.
Baño con lejía todo el exterior del sudario blanco y coloco el sudario estanco que se exige en un lugar de fácil acceso; una vez realizado, entre mi compañero y yo metemos el cuerpo sin vida del chico dentro y cerramos la cremallera encerrando al virus en una cárcel que nos creemos mortal. Introducimos el cadáver en el arca de madera y la trasladamos hasta el furgón.
Luego mismos pasos para retirar el cuerpo del hombre, con la contrariedad de que pesa mucho más y el esfuerzo es mayor. Mi cuerpo está exhausto. Son las dos de la mañana. Llevo ocho horas con dos servicios, cosa que antes hacía en tan solo seis. Noto un sudor frío que me cae por la espalda. Necesito respirar aire limpio, pero la mascarilla me impide hacer con facilidad el proceso de respiración. Se convierte en unas inhalaciones más rápidas, desacompasadas. Al fin conseguimos cargar el segundo féretro en el furgón y rocío cada una de las protecciones, luego a su funda para una posterior desinfección más exhaustiva. Todas excepto el peto y la mascarilla que desecho en un contenedor verde de alto riesgo biológico. Utilizo el alcohol para desinfectar manos y zapatos.
En la actualidad
Esta es una historia que no cesa. Me ha perseguido durante dos meses, pero sé que, aunque haya bajado la mortalidad de este asqueroso virus, seguiré notándolo muy cerca. No se ha ido. Vino para quedarse e instalarse en cada una de nuestras vidas. Arranca de cuajo cada sentimiento y se lo lleva consigo. En un sinfín de situaciones cada vez más dolorosa que la anterior. Más y más.
Una pesadilla de la que es muy difícil escapar. Una pesadilla vívida y latente que estamos viviendo en un sueño despierto. Cada uno de nosotros hemos de esforzarnos por dar lo mejor y ayudar al prójimo sin pedir nada a cambio. Se han perdido a padres, hermanos, maridos, madres, hermanas, esposas. En definitiva hombres y mujeres queridos por sus familia que ya no volverán a verlos nunca jamás.
Alrededor de unas veintisiete mil víctimas en este país y eso que se vanagloria de un estupendo sistema de salud. Sé que nos han mentido, pero no quiero entrar en esos detalles. Los detalles más significativos han sido que ha habido personas que lo han superado gracias a ese sistema de salud, a esos enfermeros y médicos que han quitado parte de su vida para darla a otros. Unas fuerzas y cuerpos de seguridad que han velado por salvaguardar nuestra tranquilidad.
La actuación de cuerpos como la Unidad Militar de Emergencias han sido claves para una desinfección masiva de infraestructuras y hospitales. Así mismo cada persona anónima que ha puesto un granito de arena para que estemos en el camino de superar este magnánimo reto. Miles de bordadoras haciendo mascarillas; otras tantas fabricando pantallas protectoras; unos poniendo a funcionar a pleno rendimiento a su empresa para realizar en corto espacio de tiempo equipos de protección individual.
Otros muchos que han perdido su puesto de trabajo por un Erte que no ha dejado títere sin cabeza. Más aún si han perdido a un ser querido. Porque importa el dinero, sí, no voy a negarlo. Importa el puesto de trabajo, también, por qué no. Pero lo que más importa es nuestra familia, nuestra salud. Porque si la salud cae en las garras de este virus, no se querrá dinero ni trabajo, tan solo se querrá nuestro bienestar. Entonces valoremos lo que tenemos y miramos hacia los lados para sonreírle a la vida.