La «no fiesta» en Tolox

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(Miguel Gallardo Elena) Un pueblo que como blanco azucarillo caído de un cielo azul, sin nubes, en las faldas de una sierra, otrora Blanquilla, hoy Sierra de las Nieves. Se debate entre el sentimiento y el deber, entre el fervor y el compromiso con la salud de sus gentes, entre lo largamente esperado y escapar de una oscura sombra que se viste de Pandemia e inunda su apacible realidad en los días estivales.

Un pueblo que lleva bastante tiempo intentando conciliar tradición y legalidad. Un pueblo, cuyas oraciones se elevan al cielo, en medio del estruendo y el tan ansiado olor a pólvora que en Tolox envuelve los más íntimos rincones de su anatomía cada 16 de agosto, desde hace siglos. Un día, el día más especial del año para todos los tolitos. Ese día, donde una nube de humo y suspiros, de abrazos y nudos en la garganta, de música y ruido, de lágrimas y piel de gallina, donde miles de corazones que anhelan rogando, que suplican llorando con los ojos inundados de emoción ver salir a su San Roque por la puerta de una iglesia que ese día abre sus puertas, como lo haría una madre cariñosa ante la llegada de un hijo venido de lejos.

Al repique de una campana que alborotada avisa de la salida inminente del mejor consuelo para miles de almas, albacea de su existencia y verdadero motor de sus vidas, derramando a su paso emoción y sentimiento a partes iguales, cuando la cadencia de su humilde y grandiosa presencia parece que flotara por unas calles ávidas de recibirlo y dejarse la garganta en un mar de vivas.

Este año por razones que adornan el buen criterio y la responsabilidad, esos momentos especiales, verdadero timón de sus vidas, esas fiestas en la calle y en miles de corazones, simplemente NO FUERON, inmolándose en el más puro de los sacrificios  y con una sensación de extrañeza y una difusa percepción de irrealidad, algunos salieron a la plaza ocultando su pena detrás de húmedas mascarillas y fueron a la iglesia con un estómago que transmitía ausencia, una pérdida sentida, un ir y venir de dudas en la boca.

Anestesiados por una realidad confusa ofrecieron todo lo que estaba en sus manos, incluso lo más querido, para intentar seguir siendo uno de los pueblos de Málaga con menos contagio por COVID-19. Dejando en suspenso por una vez, aquello que cada año remueve lo más profundo en el sentir de este bonito pueblo serrano. Una tradición que necesita sobrevivir ante una marea constante de legalidades impuestas por la modernidad, sin duda, instaladas en lo preventivo e incluso, lo oportuno pero que necesita, sin excusas, adaptar sus contenidos a una realidad fervorosa y antigua desde el necesario consenso en unas disposiciones que podrían construir un marco legal definido, concreto, sólido y actualizado en sus planteamientos. Postulados que pudieran pasar por la necesidad de crear mediante prueba documental la figura de manipulador de efectos pirotécnicos, sin menoscabar la tradición del espontáneo y febril cohetero o la instauración de zonas delimitadas, incluso protegidas o de mínimo riesgo para el lanzamiento de cohetes sin restar inmediatez ni borbotones de fervor. Se hace casi imperiosa la necesidad de aunar voluntades y propuestas para desterrando peligros y conductas incívicas, consolidar una fiesta para el disfrute de todos, una maravillosa tradición, verdadero sello de identidad de todo un pueblo que debe y tiene que brillar como realmente se merece.

Los toloxeños han demostrado que rural no es sinónimo de inconsciente, que fervor y amor por las tradiciones puede ser amigo de compromiso y solidaridad y que sobradamente son un ejemplo como comunidad y sobre todo como pueblo.