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Si su acelerado ritmo cardiaco, una respiración agitada, la sequedad de boca, una ansiedad en crecimiento exponencial, al igual que el rubor de sus mejillas; nos muestran a una persona que, ante la necesidad de hablar en público, tiene la acuciante e imperiosa urgencia de replegarse en sí misma, y desaparecer del compromiso escénico, con verdaderos tintes de huida, de una situación embarazosa y difícilmente superable. Podemos estar ante un glosofóbico, es decir, una persona a la que el miedo a hablar en público le anule casi la voluntad.
Este temor puede tener muchas causas, anímicas, culturales, sociales…. Una de las más nefastas, nace del denominado «hablismo», una forma de discriminación, poco visibilizada e incluso escondida a menudo en el peligroso y cambiante mundo de la pretendida broma. Frases como «Aprende a pronunciar si quieres trabajar aquí» o «habla bien» esconden una clara intención, que no es precisamente la docente.
Como sabemos, si a una persona se le juzga por su aspecto, por lo que hace, por lo que dice, o por cómo lo dice. Se entra directamente en la oscura habitación de los prejuicios. Además, cuanto más fuerte sea su acento, más probabilidades tendrá de que se le asignen los estereotipos asociados a su origen y que casi nunca hablan en positivo, por cierto. Juzgar a una persona por su acento, se convierte entonces en un punzante juicio de valor sobre – entre otros casos- su lugar de origen, su clase social, su procedencia étnica, en vez de su manera de hablar en sí.
Contrastados son los casos de españoles que, trabajando, desde hace años, en países de la comunidad europea, pese a su formación y su conocimiento del idioma, son objeto de bromas, humillación y menosprecio que los ponen de manera cruel, en incómoda evidencia en sus entornos laborales. Incluso, sabemos, de alumnos nativos que manifestaban aprender peor porque su profesor, independientemente de su sólida y contrastada formación, era extranjero. Siendo este suficiente motivo para la auto renuncia a un merecido ascenso en ciertos sectores laborales, aunque nunca reflejado en documento alguno, era asumido por todos, como lo más cercano a lo conveniente y, por tanto, lo normal.
Lo peor es que esa cuestionable tendencia se extiende con demasiada frecuencia y no solo con los extranjeros, sino con las personas, por ejemplo, de diferente comunidad. Podemos citar el caso de una joven andaluza que, con el bastón académico y emocional de un impresionante currículo, encaminó sus pasos a la capital del reino. Siendo recibida con un tono distante y reprobador, solo porque su acento denotaba sutilmente su procedencia.
De un golpe el entrevistador la transformó en referente del más viejo y sobado arquetipo del andalucismo practicante, dudando de su compromiso con la futurible empresa y con el horario. Dando por hecho, una marcada tendencia a la juerga y al uso de mullidos sofás.
Muchas personas hemos sentido el típico latiguillo verbal, enmarcado en el contexto de agradable y conciliadora solicitud, para luego aprovechar la casi inevitable hilaridad, para regalarla a sus compinches. Oye, andaluz… dinos algo gracioso. Ávidos recolectores de gracejo para mercadear con las pequeñas actuaciones de estos payasos en potencia, solo por haber nacido de Despeñaperros para abajo.
En Francia, hace no demasiado tiempo, han aprobado una ley que penaliza la discriminación de las personas por su acento, equiparándolas a las que se puedan realizar por sexo, etnia o religión, que aparte de subrayar la acertada labor de los 98 diputados que votaron a favor, evidencia la profundidad de un problema, en el que, en España, también deberíamos de poner EL ACENTO.