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Con la epidemia en auge, Estados Unidos se está convirtiendo en un infierno viviente. Casi 17 millones de personas contagiadas y cerca de 310.000 fallecidos. Son los datos en el momento de la redacción del artículo. Pero la cruel realidad es un triste ritmo imparable de un cuarto de millón de contagios diarios y una dolorosa sucesión inaceptable de más de 3.500 pérdidas humanas en los peores días. Mientras sus líderes, sea Trump o sea Biden, se ufanan de que Estados Unidos es la superpotencia mundial, la trágica realidad es que también se ha convertido en una superpotencia en pandemia, una superpotencia en incalculables sufrimientos para la inmensa mayoría de su pueblo.
Pero no solo, con lo que supone de terrible, los fallecidos, y las posteriores secuelas de los gravemente afectados por el virus. Es también la pandemia en las condiciones de vida y de trabajo de muchos más millones de estadounidenses. Una pandemia de clase social, como descarnadamente ponen de manifiesto los datos. La clase dominante, la burguesía monopolista, según Business Insider informaba el pasado 30 de octubre, aumentó su riqueza en medio billón (millón de millones) de dólares en 2020, mientras que 40 millones de trabajadores estadounidenses tuvieron que solicitar un seguro de desempleo.
Primero, las vidas. Se está produciendo una carnicería mucho más mortal que la que sufrieron los soldados estadounidenses durante las guerras del siglo XX. En 11 meses, la cifra de muertes por COVID en Estados Unidos es cuatro veces más que los soldados muertos durante los 11 años de la guerra de agresión contra Vietnam. Y las muertes por coronavirus en el país ya han superado las 290.000 muertes de soldados estadounidenses durante los cuatro años de la Segunda Guerra Mundial, con datos del Departamento de Asuntos de Veteranos de EE. UU. en su informe “America’s Wars”.
Y la vida y la muerte tienen carácter de clase y de grupo social.
El mayor peso de la pandemia en Estados Unidos lo están sufriendo los afroamericanos, los hispanos y los indios -únicos nativos realmente originarios, antes de ser masacrados por los invasores anglosajones-, es decir, grupos sociales pertenecientes de forma mayoritaria a la clase obrera y a otros sectores trabajadores. Y también los que enferman y mueren, y sufren serias dificultades para acceder a la atención médica, como son las personas discapacitadas, los mayores aislados socialmente, las personas en situación de pobreza extrema y las encarceladas.
En un informe titulado “El color del coronavirus”, del 12 de noviembre, APM Research Lab, sintetizó: “Los afroamericanos están sufriendo las tasas de mortalidad por COVID-19 más altas en todo el país, entre dos o más veces más altas que la tasa de los blancos, que tienen las tasas reales más bajas”. Pero al incluir las diferencias en la distribución por edad de las poblaciones, APM encontró “disparidades de mortalidad aún más grandes: las personas negras, indígenas e hispanas en Estados Unidos tienen una tasa de mortalidad por COVID-19 del triple o más que los estadounidenses blancos”.
Estados Unidos, que se supone que es el país más desarrollado del mundo en la actualidad, se ha convertido en el lugar más desolador del planeta donde el nuevo coronavirus se está cobrando más vidas.
Según un artículo de la publicación estadounidense Workers World/Mundo Obrero, solo entre marzo y abril de este año, más de 22 millones de trabajadores en los Estados Unidos perdieron sus trabajos. De ellos 10 millones de trabajadores, el 90% de ellos en el sector de servicios y mal remunerados, todavía siguen sin trabajo.
La mayoría de estos trabajadores son mujeres. La pérdida de empleos en el sector de servicios y la educación a distancia han tenido un impacto mayor en las mujeres negras e hispanas; al menos 824.000 mujeres hispanas han dejado la fuerza laboral desde febrero, según el New York Times del 3 de noviembre.
Es difícil tener una imagen más ajustada de lo que está sucediendo en el mercado laboral y la economía en general porque las condiciones y las políticas están cambiando muy rápidamente en Estados Unidos. Lo que está claro es que el porcentaje de la población en edad de trabajar que trabaja o busca activamente empleo no solo es muy baja, incluso es más baja que durante la Gran Recesión del año 2008.
“No job, no rent”. Y sin trabajo no se puede pagar el alquiler.
Se calcula que se producirán hasta 4.100.000 desalojos en el primer mes de 2021, dado que la orden emitida por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés), y la Ley de Alivio y Seguridad Económica del Coronavirus (CARES por sus siglas en inglés) solo pospusieron la fecha de vencimiento del alquiler; pero no perdonaron la deuda de alquiler.
Esta pandemia está afectando gravemente a los inquilinos de bajos ingresos. El Centro Conjunto de Estudios de Vivienda de la Universidad de Harvard informa que más de la mitad de los inquilinos que ganan menos de $25.000 al año perdieron sus salarios entre marzo y septiembre. El Banco de la Reserva Federal de Filadelfia calcula que los inquilinos de Estados Unidos tendrán para diciembre unos 7,2 mil millones de deuda en alquileres. Por ello, existe el gran peligro de que comience un tsunami de desalojos en enero de 2021.
Una encuesta de Brookings Institution ha recogido que el 10 por ciento de las madres estadounidenses dijeron que sus hijos menores de cinco años pasaron hambre en octubre y noviembre. Y casi el 12 por ciento de los adultos dijeron que viven en un hogar donde no había suficiente para comer durante el mes pasado, según el Departamento de Comercio de Estados Unidos. ¿Es así como debería ser el país que se considera la única superpotencia del mundo?
La superpotencia difunde la pandemia por el resto del mundo
Las actividades de Estados Unidos -en plena pandemia- como superpotencia la han extendido también por el resto del planeta. Por ejemplo, entre sus actividades militares. ininterrumpidas a pesar del virus, ha desplegado durante estos meses tres portaaviones en el océano Pacífico por primera vez en años. Y ello a pesar de que el portaaviones “Theodore Roosevelt” tuvo que pasar semanas en junio en Guam a raíz del brote de coronavirus aparecido a bordo en marzo, cuando más de 1.000 de los casi 4.900 miembros de la tripulación dieron positivo. E incluso un marinero falleció a causa del Covid-19, lo que llevó al comandante del portaaviones, Brett Crozier, a afirmar que: “no estamos en guerra. No hay ninguna razón para que los marineros mueran”.
Los portaaviones y otros buques de guerra han seguido transportando activamente el virus de puerto en puerto de distintos países, y de vuelta a las bases militares estadounidenses, y se han producido contagios por doquier. Por ejemplo, la población japonesa residente cerca de las bases norteamericanas en Tokio y Kanagawa tuvo que pedir a su gobierno que tomara medidas de forma inmediata para prevenir contagios en las comunidades locales japonesas transmitidos por las tropas de Estados Unidos, porque ya se habían conocido varios casos de militares estadounidenses infectados. La población japonesa de esas áreas pidió que las bases se sometieran a la cuarentena.
En España hay bases militares de Estados Unidos. Ahora tenemos una razón más para cerrarlas.