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Si consultamos los apuntes historiográficos sobre el quinto Felipe en el orden real español, fácilmente se encuentra su apelativo de «el animoso», su inclinación a la melancolía patológica que a la postre derivó en demencia, y su excesiva tendencia a ser víctima de complicados enredos, al dejarse llevar por conocidos y familiares y tener que asumir los errores de otros en las decisiones de estado. El de Anjou, primero de los Borbones, salvando el enorme paréntesis del calendario, tendría mucho que comentarle a su descendiente, el sexto de la dinastía, que aquel fundara y que reina en España a día de hoy, lidiando con la adversidad y tratando de mantener la imagen pública de la monarquía lo más brillante y alentadora posible, dadas las circunstancias.
Sin entrar en disquisiciones de pro o anti monarquía, allá cada uno con sus argumentos y sus sentimientos. No tiene que ser fácil, asumir el cargo de jefe del estado y jefe de la casa real, al abdicar su padre Juan Carlos I, en aquel, ya algo lejano 2 de junio de 2014.
Al ser jefe del estado, le tocó lidiar con la ruptura del bipartidismo, que había comenzado en las elecciones europeas del año anterior, y que nos abrió un periodo de inestabilidad política con elecciones generales por año (durante cuatro), el desafío independentista de la DUI catalana, de la que a cada paso aparecen brotes verdes en un «próces» que no cesa.
Al ser jefe de la casa real, heredó varios escándalos que salpicaban de forma directa a su familia y que su padre dejó inconclusos. El caso Nóos, donde algunos de los imputados eran su propia hermana y su cuñado. Intentó pasar página, con medidas ejemplarizantes y recomponer de alguna manera la imagen de la casa real, frente a la opinión pública: Reforzando la transparencia en las cuentas de Zarzuela, estableciendo la prohibición de recibir regalos que pudieran ir más allá de las simples muestras de cortesía, señalando incompatibilidades para los miembros de su real familia y quizás los más drástico, recortar la consideración y el trato de familia real a los reyes, sus hijas y los padres del monarca. Pasando los demás, a tener la consideración de familia del rey. Dejando así, en segundo plano a hermanas, cuñados, sobrinos y demás parientes cercanos.
La diferencia entre familia real y familia del rey es para los españoles tan sutil que el efecto perseguido, apenas se entiende a pie de calle. Siendo con facilidad, todos metidos en el mismo saco cuando se trata de punzantes comentarios y ácidas críticas, como las que, a partir de este martes saltaron a la palestra, a raíz de las vacunaciones contra el Coronavirus que las hermanas del rey, se procuraron en Abu Dabi. Lo que supone, sin entrar en valoraciones, una nueva zancadilla mediática, voluntaria o no para la casa real.
Pronto se apresuró Zarzuela en insistir que los reyes y sus hijos se vacunarían cuando Sanidad lo determine (como deberíamos hacerlo todos los españoles) aunque el «daño» ya estaba hecho. Es posible, que para evitar esas incómodas situaciones haya que pensar en desvincular a esas personas de la línea de sucesión, que, aunque con escasa probabilidad, pudiera llevar al trono a personas que al parecer no terminan de tomar conciencia de lo que son y lo que ello conlleva. Y especialmente, que su atolondrada (en principio) conducta pueda suponer de forma inmediata un enorme y peligroso demérito social para su pariente y rey, además.
Es evidente que la familia está rota y desestructurada, con evidentes y sangrantes faltas de comunicación que se están enquistando poco a poco. Al rey emérito se le invitó a marcharse y se le recortó la asignación del estado, 200.000 eurillos de nada.
Solo 24 horas después de declararse el estado de alarma y frente una España hundida en el miedo y la incertidumbre, el rey tuvo que salir al paso de sus problemas familiares y dejar para 3 días más tarde, el 18 de marzo el tan necesitado discurso de ánimo y confianza en las instituciones frente a la oscura realidad que todavía nos ocupa y que comenzó con un confinamiento que jamás olvidaremos.
La vuelta del emérito tampoco se presenta muy halagüeña para el sexto de los Felipes Borbónicos, porque implica afrontar legalmente dos regularizaciones que en total suman más de cinco millones de euros. Una situación que si bien, puede neutralizar una eventual querella, puede suponer también una clara confesión de haber cometido un delito. Lo cual situaría a nuestro anterior monarca en el desagradable calificativo de delincuente, aunque hasta ahora se pudiera hablar de presunto.
En todo este «triángulo de las Bermudas» institucional aparece, para colmo de males, un enorme iceberg rubio llamado Corina para atacar con fuerza la línea de flotación de una monarquía en horas bajas, donde sobrevive agarrando el timón con fuerza un capitán, un almirante, un general en jefe de todos los ejércitos hispanos, víctima y rehén de público escarnio, gracias a la colaboración más o menos culpable de una familia, que debería procurar no ser un día y otro también, motivo de escándalo, carnaza para la prensa sensacionalista o moneda de cambio en redes y foros.
Con todos los respetos, creo que el rey podría, en la salvaguarda de su dignidad y desde la más absoluta consideración a la institución que representa, verdadero pilar de nuestra carta magna; parafraseando a la gran Lola Flores, decir aquello de: «Si me queréis…. irse». Y quedarse tan reconfortado.
La mar está algo crispada…. Buena suerte capitán.