Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 15 segundos
(Sebastián Gámez Millán) “El lenguaje es un leve puente de sonidos que el hombre echa por el aire para pasar de su orilla de individuo irreductible a la otra orilla del semejante, para transitar de su soledad a la compañía”, escribió el poeta y ensayista Pedro Salinas. Uno de los hombres que construyó más fraternales puentes de sonidos a un lado y otro del Atlántico fue el rapsoda José González Marín (1889-1956), declamando y encarnando la poesía de autores como Rubén Darío, Salvador Rueda, Antonio y Manuel Machado, Lorca, Alberti, Nicolás Guillén…
Ciertamente, uno de los imperecederos valores de la poesía es el abrazo solidario con el que nos acoge, independientemente de nuestro color de piel, sexo, género, nacionalidad… Todos, sin excepciones, podemos sentirnos interpelados por ella, incluso aquellas partes de nosotros que son rechazadas, marginadas o abortadas por la sociedad o por algunos de sus miembros. La poesía canta y celebra aquellas palabras de Terencio escritas hace más de dos milenios: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (“Soy humano, nada de lo humano me es extraño”. Y de esta manera su canto se extiende por el planeta, abrazando a todos sus seres…
Sin ir más lejos, durante su travesía por América, González Marín cantó el mestizaje y la negritud a partir de piezas como “Son de negros”, de Federico García Lorca, “Danza negra”, de Nicolás Guillén, “El indio”, de Luis Yepez, “Casi son”, de Rafael Alberti…Así fue recorriendo numerosas ciudades de América: procedente de Brasil, llega a Montevideo (Uruguay) en torno al 15 de julio de 1936. Y luego viaja a ciudades de Argentina, Chile, Perú, Venezuela, Puerto Rico, Cuba, Colombia, Ecuador, Bolivia, Panamá, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Guatemala y Estados Unidos.
De escenario en escenario, entre aplausos y elogios, y siempre acompañado de la Virgen de los Remedios, de Cártama, tal como ha reconstruido en el capítulo IX de El juglar y la virgen peregrina Francisco Baquero Luque a través de testimonios, artículos periodísticos y documentos gráficos, información que se pueden complementar con los testimonios de la prensa hispanoamericana recogidos por José Luis Jiménez Sánchez en la biografía José González Marín. El faraón de los decires.
Este largo periplo es la razón por la que hay fotografías de la Ermita de la Virgen de los Remedios en la que se aprecian en los muros de la capilla banderas de Costa Rica, Uruguay, Colombia, Chile, Puerto Rico, El Salvador, Venezuela, Panamá, Cuba, Guatemala, Estados Unidos… ¿Dónde están esas banderas? ¿Por qué las quitaron de allí? ¿Por qué no vuelven? ¿No son al fin y al cabo símbolos de concordia y solidaridad entre los diferentes países hermanados por la lengua y por la cultura?
González Marín sabía bien que el arte carece de fronteras y traspasa ideologías, que tantas veces, en lugar de unirnos, nos separan. Por eso en su repertorio, al igual que entre sus amigos, encontramos autores de muy diversos signos. El único común denominador es la humanidad, es decir, aquello que nos hace humanos en el mejor sentido del término. A propósito de esto le declara a Nicolás Guillén: “tus sones y tus bellísimos poemas conocen por mí hasta los chiquillos de España. ¿Qué me importa a mí que pienses como quieras, si yo me descubro ante tu genio poético, y he sabido tener la serena elegancia de no querer saber de ti más que eso, que eres un gran poeta?”
¿Por qué no tenemos nosotros esa serena elegancia de no juzgar o, si nos atrevemos a hacerlo, no lo hacemos por la profesión a la que se dedica alguien? A González Marín hay que juzgarlo sobre el escenario, como actor y rapsoda. Y téngase en cuenta que lo juzgaron algunos de los mejores, como el dramaturgo Ramón María del Valle-Inclán: “Confieso que fui a escucharle con temor a encontrarme con un traficante más del arte. Me equivoqué y lo celebro. Inteligente, sensible, es un intérprete personal inconfundible e inimitable”.
Y, por supuesto, como persona ofrece multitud de manifestaciones de generosidad, humanidad y solidaridad, además de embajador de la poesía y constructor de puentes de palabras entre España y América. Aún más, cuando era muy arriesgado, si es que no tal vez temerario, recitar a Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández u otros poetas que se opusieron el régimen franquista, se atrevió a hacerlo, pues lo que no debemos perder de vista es la libertad de expresión del arte, la humanidad, eso que nos abraza solidariamente a todos, sin excepciones. Sin embargo fue juzgado y condenado por sus inclinaciones ideológicas o sus adhesiones políticas, perdiendo, al menos en la ciudad que le vio nacer y donde decidió ser enterrado, el reconocimiento internacional alcanzado, primero, el nombre del teatro, más tarde…
Por todo ello, cuando se baraja el proyecto de crear una Casa de América en Málaga, apoyado por instituciones como la Universidad de Málaga y la Sociedad Económica de Amigos del País (1789), pienso que deberíamos dedicar un curso anual a estudiar y divulgar las relaciones de González Marín con algunos de los fundadores del Modernismo (Rubén Darío, Salvador Rueda, Villaespesa, Manuel y Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez…), movimiento que transformó nuestra lengua en un viaje de ida y vuelta sin fin, como es propio de la cultura, así como de la Generación del 27, denominada por el historiador de la literatura y crítico José-Carlos Mainer “la Edad de Plata”, que si incluyera a poetas como Huidobro, Vallejo, Borges, Neruda u Octavio Paz, sería casi insuperable. No sólo para ver cómo se construyeron puentes en el pasado, sino más bien para ser dignos herederos de nuestro pasado y seguir construyendo puentes a la altura de nuestros tiempos.