Histérica ¿por qué?

Pexels / Andrea Piacquadio

Tiempo de lectura aprox: 6 minutos, 32 segundos

Con motivo del próximo día 25 de noviembre la alhaurina, Elvira Estebanez Yepes envía a Revista Lugar de Encuentro el  ensayo «Histérica ¿por qué?»


Estebanez, graduada en el Grado de Estudios Ingleses por la Universidad de Málaga, actualmente residen en Madrid, donde cursa un Máster oficial de Escritura Creativa organizado por la Universidad Complutense de Madrid.

Histérica ¿por qué?

A toda mujer, sea de la raza que sea, e independientemente de su procedencia, hija de la naturaleza o de la medicina, le llega el momento en el que oye por primera vez la temida palabra dirigida a su persona: la mujer, por ser mujer es una histérica, así lo determinan. Pero ¿quién?, ¿quién nos asignó a las mujeres una aflicción propia e intransferible?, ¿fuimos nosotras o acaso los hombres?, ¿quién fue el primero? Son preguntas sin respuesta.

Imaginad a una niña de no más de siete años, muy lejos de la madurez, recién introducida en la cruda verdad de su género. Todas somos, fuimos y seremos esa niña en algún momento de nuestro camino. Mi primera vez ocurrió como hecho inocuo sin mucha importancia para el mundo y, en aquella época, para mí. Recuerdo que, a pesar de ignorar el significado que guardaba bajo su armadura de plata, la sonoridad de la palabra en la boca me parecía interesante. Aún no sabía los secretos escondía aquel simple término bajo su inocente apariencia. No era una palabra más. Una sarta de sinónimos se acumuló en mi cabeza, tratando de echar mano de mí, aún escaso, diccionario léxico. Las sílabas se combinaban como una inmensa sopa de letras, buscándose entre sí para relacionar de manera torpe el sonido de mi nuevo descubrimiento con los de palabras similares para entonces conocía: Histérica, historia, historieta, historial… todo cobraba un sentido peculiarmente lógico en la mente de una pequeña exploradora.

Aquel día, como la curiosa e inquieta niña que era, rebusqué entre las páginas del diccionario el significado de mi nuevo tesoro. La primera acepción que encontré definía la histeria como una enfermedad nerviosa. ¿Estaba enferma? Me sentía bien. Enfadada con Marco, mi compañero de pupitre, porque no recogía sus pinturas después de usarlas y acabó manchando mi vestido naranja. A lo mejor fue porque lloré. Quizás no debí de alzar la voz, pero mi abuela había hecho aquel vestido: ella misma eligió la tela floreada, creó el patrón y cosió cada puntada con sus manos temblorosas. Se fue aquel febrero. Ya no habría más vestidos naranjas. ¿Habrían llamado a mi abuela histérica alguna vez? Nunca tuve la oportunidad de preguntarle. Aunque solo fuese un instante me gustaría pensar que no.

Imaginad a mujeres de un tiempo anterior, a aquellas que conocisteis y hasta a las que no. Aquellas que dejaron huella sobre la tierra firme e incluso aquellas que solo viven en la imaginación de unos pocos. Madres, abuelas, guerreras, escritoras de pluma viperina… todas ellas víctimas de una tierra que las clasificaba con una extraordinaria variedad de adjetivos descalificativos. Algunos que aún hoy utilizamos como mal follá, histérica, loca, bipolar…

Galeno (131-201 d.C), una eminencia en el campo de la medicina y cuyo pensamiento perduró durante al menos 1.500 años, afirmó que la histeria se origina debido a la acumulación en el útero de una sustancia tóxica producida por la falta de placer sexual. ¿Podríamos afirmar que este pensamiento fue el germen para la mencionada expresión “mal follada”? Los inventores de estos términos eran sin ninguna duda creativos para solventar la barrera entre la lengua y la realidad.

Es curioso cómo según el diccionario de la Real Academia Española, podemos asociar “Histeria” a exagerada, intensa, dramática, y un sinfín de adjetivos, todos ellos terminados por (a). No fue hasta que me topé con las maravillas de la etimología griega, que escuché realmente el origen de la palabra que ya se había transformado en un adjetivo habitual en mi día a día. Estaba en un aula medio derruida, dónde vivíamos en el exilio los letrasados, como nos llamábamos de manera orgullosa en aquel entonces los que nos declinamos por estudiar lenguas muertas en lugar de átomos, cuando traduciendo el nacimiento de Artemisa y Apolo apareció en el texto la palabra hyster. Al contrario de lo que nos habían enseñado, asumí la traducción de este término a lo que automáticamente creía que significaba, teniendo como resultado una frase extraña y sin sentido lógico en su contexto. Cuál fue mi sorpresa cuando la profesora al corregir la frase en voz alta sustituyó el término por la palabra útero. No recuerdo cuál era la frase, pero siempre guardaré en mi memoria el escalofrío que me recorrió de arriba a abajo al tomar consciencia de lo que aquella conexión automática implicaba.

Pasarían años hasta que diese con un volumen que tratase abiertamente la temible “afección” femenina. Este fue un capítulo de la obra de Jenny Bourne Taylor y Sally Shuttleworth titulada Embodies selves: An anthology of psychological texts. En él, John Connolly planteaba un concepto interesante. Decía que la histeria, tanto en el hombre como en la mujer, procede de una debilidad del sistema nervioso. Sin embargo, él como tantos otros consideraron que las mujeres sufríamos una predisposición natural a ella nacida del estrés al que nuestro sexo está sumido, tanto psicológica, resultado del desengranaje menstrual de su organismo, como socialmente, debido a la condición opresiva en la que vive la mujer de la época. ¿Qué tal si en lugar de colocar la culpa en una deficiencia meramente física del cuerpo femenino, nos preguntamos qué factores externos a él propician que, a las mujeres, se nos haya tildado de histéricas a lo largo de tantos siglos de historia?

Actualmente poco queda de la enfermedad que los médicos victorianos lucharon por erradicar con sus abusivos medios. ¿O no queda tan poco? Desde que nacemos, se nos somete a un escrutinio implacable, dividido entre aquellos cuyas expectativas hemos de alcanzar y aquellos que buscan vernos ceder ante la carga que portamos sobre nuestros hombros. Una carga muy pesada compuesta de tantos años de recibir correcciones como: las niñas deben sentarse derechas, las niñas deben ser calladas y respetuosas, las niñas deben ser castas y puras…las niñas deben ser niñas, tan sólo eso. Volviendo a mi primera vez, te pregunto esta vez a ti que lees esto, ¿estaba exagerando?, ¿tenía razón Marco para llamarme histérica? Quizás como no estuve callada mientras Marco llenaba de pintura mi vestido naranja merecía ser sermoneada. Después de todo le había gritado y apartado de un empujón. Las niñas buenas no hacen eso, y yo, desde luego como cualquier pequeña de mi edad, no quería ser una niña mala.

Es trágico que nos sintamos culpables por hacernos oír ante aquellos que no quieren escuchar. A medida que fui cumpliendo años, un pequeño y particular detalle, en el que no había reparado antes, germinaba y adquiría una forma cada vez más firme y corpórea. Esta pequeña semilla era un sentimiento, una culpa que me oprimía el pecho y que trataba de cohibirme siempre que alguien se refería a mí con este término. Debe ser que su función principal ha mutado con el tiempo, pasando de referirse a un trastorno psiquiátrico inherentemente femenino, hasta convertirse en escudo de las arraigadas y obsoletas tradiciones. Cada vez que alguien nos llama histéricas damos la batalla por perdida. Estamos tan embutidas en la naturaleza defectuosa de nuestro sexo, que nos asumimos causantes de todo mal en cuanto alguien nos tilda de histéricas. Nos achicamos, sentimos que no somos suficiente, o que se menosprecia nuestra simple presencia, porque nos hemos criado de esta manera. Cuando tratamos de expresarnos se nos señala como feminazis, locas del coño, y un sin fin de apelativos lacerantes, para invalidar nuestro juicio, tan lícito como cualquier otro.

La escritora y periodista, Aglaia Berlutti, escribió en su artículo una anécdota con la que me sentí identificada al instante y que creo todas hemos llegado a plantear alguna vez: “Con frecuencia me llaman “feminazi” aunque muy pocas veces me explican por qué. Al parecer resulta molesto mi interés por los derechos humanos, civiles y sociales de las mujeres alrededor del mundo y mi preocupación por la igualdad de derechos sin distinción de género.”

Me pregunto entonces: ¿somos histéricas porque hacemos oír nuestra voz? Aunque parecía que durante un pequeño periodo de tiempo la histeria fue olvidada de nuestro lenguaje, no hizo falta más que un grupo de mujeres que lucharan contra lo establecido, por sus derechos como seres humanos, la igualdad… para que surgieran los gritos, los insultos y los ataques. Somos histéricas hasta que una mujer muere tirada en la calle. Hasta que una chica es violada a plena luz del día. Pero entonces es demasiado tarde, porque no escucharon cuando les decíamos que caminábamos con miedo a casa cada noche, porque en lugar de mirar al exterior atribuyeron la culpa a la sensibilidad femenina.

La última vez que alguien me llamó histérica ocurrió poco antes de escribir este ensayo. Como tantas otras veces ocurrió sin más, de manera repentina y sin advertencia previa, como suceden siempre. Me encontraba ansiosa y triste por dejar mi hogar pronto, lo que diríamos un mal día. Así que mis amigos decidieron sacarme un rato de paseo como un perro al que tratas de animar con el campo abierto. Fuimos al cine, comimos comida basura y me acompañaron a buscar las últimas prendas que me faltaban antes de emprender mi viaje sola a Madrid. Parecía que había salido el sol, sin embargo, pronto llegó la tormenta. Estaba escondida en el probador, oculta por la gruesa tela de una cortina gris, mientras me calzaba unos pantalones vaqueros que, como la mayoría de las veces, no eran mi talla, cuando a través del espejo vi reflejado, entre una minúscula rendija que había quedado abierta, el rostro de un hombre observándome. Llevaba la ropa puesta, pero no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Mantuve la mirada firme, esperando que bajase la vista avergonzado. Finalmente, tras verse atrapado giró su cara rechoncha y continuó su camino. Y yo me quedé allí en medio, sintiendo como una oleada de náuseas se colaba por mi garganta. La valentía desapareció y me sentí impotente, furiosa y asustada.

Salí de mi estupor, cogí mi ropa rápidamente y hui de allí para encontrarme con mis amigos que me esperaban en la puerta del establecimiento. Una vez estuve arropada por la seguridad de mi compañía, las lágrimas brotaron de mis ojos, les narré lo ocurrido entre hipidos y mocos. Su respuesta me dejó atónita, puede que más que el episodio vivido en el probador. “Quizás solo estaba buscando a su mujer. Venga no seas histérica”.

Sé que ellos mismos no se dieron cuenta de lo que acababa de salir de su boca. Pero ello solo hace más siniestra la realidad en la que vivimos.

BIBLIOGRAFÍA

Berlutti, Aglaia. Vine a quemar el mundo, mejor que lo sepas, Crónicas feministas. Abril, 2021. The Wynwoodtimes.

Ordóñez Fernández, M. Prado. ¿Histeria, Simulación o Neurosis de Renta? Revista Clínica de Medicina de Familia, 2010. http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1699-695X2010000100009&lng=es&tlng=es.)

Real Academia Española. (2014). Diccionario de la Lengua Española (23Ed.) histérico, histérica | Definición | Diccionario de la lengua española | RAE – ASALE

Taylor, Jenny Bourne & Shuttleworth, Sally (eds.) (1998). _Embodied Selves: An Anthology of Psychological Texts, 1830-1890_. Oxford University Press UK.

Woolf, Virginia. Una habitación propia. 2021, Austral Singular. España.