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La protagonista de este texto había aprobado unas difíciles oposiciones, en verano del 2014, para ejercer de docente en Spagnistán (S-pain en inglés, de «pain», «dolor»), un país de esos donde la corruptela no tiene parangón.
No había obtenido una calificación muy alta, pero suficiente para que la llamaran para hacer sustituciones, si no a principios del curso, a principios del año, le había asegurado su profesor de la academia («el sacaero» la apodaba ella por eso de lo caro; que te sacaba hasta las túrdigas, vamos).
Total que, así la llamaran a filas, a galeras, es decir, a dar clases, de todas formas, sería precaria, si bien no tanto como permaneciendo en casa de sus padres, sin ingresos, con más de cuarenta años, tal era su situación, sin ser una excepción en su tierra. Pero transcurrió el curso y no la llamaron.
Había pasado un año malo, no solo por esa decepción y desesperación sino por una breve relación sentimental en la que temió por su vida y además por la pérdida, a finales de noviembre, de su hijito-perro, con el que había pasado más de quince años. Esto la había trastocado sobremanera. Ella había imaginado miles de veces que cuando impartiera clases no lo dejaría solito sino que habría rescatado de algún refugio animal a una compañerita para aquel magnífico can, para que se dieran cariño como solo ellos saben hacer. Se sentía responsable…
Comenzó a pensar que todo su pesar por la ruptura con aquel hombre al que había amado también había influido en la desaparición de su pequeño, ya que casi todo el mundo sabe que ellos sienten cómo están sus “dueños”, sus personas, antes que estos mismos.
Fue consciente de que había comenzado a delirar cuando comentaba a aquella amiga, o a aquel amigo, que se cruzaba en su camino, allá por las navidades del 2015, que si no la llamaban para enero no iba a creer en nada y también iba a seguir sintiéndose culpable por la muerte de su perrito, por los siglos de los siglos y, ya de paso, de la de otro amor: un novio, un hombre, otro magnífico compañero que había fallecido hacía más de cuatro años… La protagonista de este texto lo planteaba así:
- Mira, te voy a contar una locura, si me llaman en enero, aunque sea para menos tiempo que si lo hicieran después, voy a creer en lo que haga falta: en los espíritus, en las energías, en los extraterrestres, en, en…. y también me voy a sentir mejor con respecto al fallecimiento de… Y bla, bla, bla.
Acababa de conocer a un hombre bueno, al menos esa fue su primera impresión. Se lo había presentado aquel que le dio miedo seis meses antes, que después de estar desaparecido en combate había regresado a sus brazos cuando ya no lo esperaba, lo cual también le había trastornado, ya no era el mismo sentimiento el que recorría su cuerpo, el amor se había convertido en desconfianza. El hombre bueno le hizo sonreír:
- Si te llaman, cree, aunque sea en la santa Junta de Anarkworld, provincia de Los de la dichosa Junta eran los encargados de llamarla.
Era miércoles, 27-1-16. Tres días quedaban para que se produjera el milagro si es que había de ocurrir. Estaba en el puesto 13, pero también lo había estado antes de las navidades y luego había subido al 21 y así se había mantenido angustiosas semanas. Cuando regresó de desayunar vio que tenía una llamada perdida. La devolvió. Comunicaba. Insistió. Respondió una señora que le aseguró que le llamaba para que hiciera una sustitución donde La Roja (donde dicen que es verdad, que se oye por las noches… aquel moro… cantaban hacía décadas) pero, aparte de la asignatura para la que ella se había preparado, debía saber francés porque necesitaban cubrir también cuatro horas semanales de esta asignatura. La señora, desde bien temprano, había estado intentando localizar a alguien que cumpliera los requisitos, la protagonista de este texto era la treceava opción, pero nada, no podía ser si no tenía un documento que certificara su nivel de francés, que no se preocupara, que seguramente la llamarían en breve. La protagonista de este texto no daba crédito, nunca le habían comentado un caso así.
Qué pena, qué rabia, así que debía ser cierto lo de aquella compañera de universidad, hija de una señora de la limpieza, que aprobó en el 2010 y no la habían llamado en los dos años siguientes, debido a la crisis decían unos, otros que por falta de “enchufe”, contactos, y tuvo que esperar hasta que se convocaron nuevas oposiciones, volver a intentar aprobar. No sabemos si lo consiguió. Desde luego no era el caso de aquella hija de profesores que sacó la plaza cuando meses antes no sabía si presentarse… Sacar la plaza: convertirte en profesor/a para toda la vida, cobrando vacaciones, sin tener que volver a examinarse cada dos años que es lo que ocurre si eres interin@, es decir, si solo te llaman para sustituciones…
Tras aquella llamada matutina, la protagonista de este texto decidió que lo que acababa de aprender, eso de que podían llamarte sin estar en el número uno de la lista y para sustituir también a alguien que no daba clases de la materia para la cual tú opositabas, no supusiera el apocalipsis, sino que lo tomaba como una señal divina que le mostraba que hay otros mundos aunque están en este y que podía quedarse tranquila pues no había cuidado mal a sus amores, solo que no había clamado al cielo con exactitud. Con precisión tenía que haber pedido que la llamaran sí, como habían hecho, para una sustitución pero, claro, sin requisitos extraordinarios.
A pesar de todo, esa mañana, a causa de la llamada, no pudo estudiar para las injustas, inhumanas pruebas que iban a realizarse, como cada dos años, si no eran congeladas (lo cual había ocurrido en alguna ocasión), en unos cinco meses, y se puso a leer un dominical. Providencialmente encontró la historia de Everett Worthington, ingeniero nuclear y catedrático de Psicología de la Universidad de Virginia (EEUU). Parece ser que cuando Worthington acababa de publicar uno de sus libros sobre la capacidad de perdonar, un ladrón entró en casa de su madre y la golpeó brutalmente hasta matarla. Parecía que la vida le estaba gastando una broma de mal gusto ya que su primer pensamiento fue acabar con el agresor con su bate de béisbol, pero se puso en el lugar del ladrón y pensó en el pánico que habría sentido al entrar a una casa que creía vacía y encontrarse a una señora. Entonces se dio cuenta de que él mismo no era mejor que el delincuente porque en realidad el asaltante reaccionó al pánico y, en cambio, él se había planteado que quería asesinarlo.
Aún así, algo no le cuadraba a la protagonista de esta historia.