Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 14 segundos
Hace cosa de un mes apareció en mi vida, por segunda vez y por Messenger, un señor para que participara en un concurso literario. Repasé nuestra conversación pasada, era de hacía un año, y terminaba con que no me daba tiempo a presentarme. “Esta vez sí”, dijo. Le recordé que tengo publicadas trece novelas que, en formato físico y digital, llegan a cualquier lugar del mundo a través del enlace en mi página de la Editorial Bubok y también le pasé el de mi blog donde cuento todo lo ocurrido desde que decidí dar a conocer mis libros en 2013.
En fin, en ese momento estaba repasando la novela que acabo de mostrar al público a través de las redes sociales en las que me muevo. Por cierto, mis novelas no han pasado por un corrector ni por censura alguna, lo cual no me importaría si con ello lograra vivir de la escritura. Ahora lo hago de dar clases en un instituto de secundaria, lo llevo haciendo desde el 2016, pero no tengo mi puesto fijo, que no sé si algún día conseguiré porque acabo del trabajo agotada y no puedo volver a estudiar lo que ya superé en unas duras oposiciones del año 2014.
Aún no he conseguido tener casa propia, y eso que tengo más de medio siglo, y solo desde que soy profesora he podido vivir por mi cuenta, antes lo hice en compañía, fui precaria, trabajé poco.
Aún no he hablado del aceite, que es lo que me trae por estos lares, el motivo del concurso.
Desde pequeña mi madre nos inculcó, a mis hermanos y a mí, que de los aceites el de oliva era el mejor y, de hecho, no consumíamos otros. Si compraba unas latillas de atún estas tenían que ser en aceite de oliva, nada de aceite de girasol, por ejemplo. Si me remonto a mi infancia, también recuerdo a mi padre cantar aquello de Paco Ibáñez, la de: “Andaluces de Jaén, /aceituneros altivos, / decidme en el alma: ¿quién, / quién levantó los olivos?”, el poema del gran Miguel Hernández.
La madre de mi madre murió cuando esta tenía 3 años. Era de Mengíbar (Jaén). Emigró a Málaga porque en un reparto de tierras, un pequeño olivar, a ella no le tocó nada por ser mujer. Mi madre pudo ir a este pueblo una sola vez, cuando yo contaba con dieciséis primaveras.
Desde que vivo sola, bueno con mis perrillos Rosi y Froi, siempre desayuno pan con aceite de oliva. Le puedo restregar un ajo y añadir tomate y jamón, aunque la más de las veces es queso porque no quiero comer animales.
En la solicitud para participar en las oposiciones había pedido que, de aprobar, me enviaran a cualquiera de los casi ochocientos pueblos de Andalucía. Me mandaron al de mi abuela.
Continuaré relatando algo que allí me sucedió, pero antes insistiré en lo que me cuesta escribir: quizás por el calor, quizás porque he perdido el hábito desde que comencé a trabajar, quizás porque quedé en estado de shock cuando me enteré del fallecimiento de P. Aranda. Estas líneas son mi pequeño homenaje. Tenía solo dos años más que yo y hace tiempo había tenido la fortuna de conseguir dejar la docencia para dedicarse a la escritura. Le compré su primera novela cuando la publicó porque me gusta apoyar a la gente que empieza. Estos días, alguien escribió que, siendo ya reconocido, se presentó a un concurso literario en Antequera, bajo seudónimo, y no ganó nada. Lo comentó cuando, años después, lo invitaron a ser jurado del mismo.
En Mengíbar me quedé más de un mes. Existe un museo del aceite y compré algunos productos de cuidado corporal, para mí y para mi familia, que incluyen este ingrediente.
Al poco de llegar, seguía llorando, antes de acostarme, la muerte de mi perrito Mitón acaecida tres meses antes. Una noche soñé, por primera vez desde su partida, con él y en el sueño aparecía una perrita a la que realmente no veía y a la que alguien desde lejos llamaba por su nombre a gritos: “¡Roooooosiiiiiiiiiiii, Rooooooosiiiiiiii!”
Tres días después encontré a mi chihuahua de patas largas, pidiendo algo de comer, en la terraza del bar donde iba a desayunar con mis compañeros del instituto.
En Mengíbar también encontré una tienda llamada igual que el primer apellido de Carlota, mi abuela materna, y una historia, en la ermita del Cristo de las Lluvias, acerca de una señora con dicho apellido, que vivió hace cientos de años, y que dejó en herencia un manto para la Virgen, pero no indagué nada más porque mi madre así me lo pidió. Solo, al final de mi estancia, comenté algo a mi casera y ella me contó que había dos familias con ese apellido y que seguramente mi madre tendría que ver con una de ellas, pero que hacía falta el certificado de defunción de mi abuela y contactar con un señor, muy conocido en el pueblo, que se encargaba de investigar estas cosas con mucho gusto.
Luego tuve que esperar, en casa de mis padres, hasta mediados de febrero del 2017 para que me volvieran a llamar. Esta vez me tocó de nuevo, y por poco más de un mes, otro pueblo de Jaén que desconocía: Linares.
Pero no me da tiempo a hablar sobre mi experiencia en Linares si quiero participar en el concurso. He “perdido” algo de tiempo conmocionada por lo del perrito Timple en Canarias dedicándome a recoger firmas para que se haga justicia, por él y por otros seres inocentes, y a informar de concentraciones en diferentes puntos de la geografía española en defensa de una Ley Contra el Maltrato Animal más justa, para que los monstruos vayan a la cárcel.