La pasión debe sobrevivir

collage disciplinas artísticas

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«El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad. Ana María Matute.»


(Patricia Conor) La cultura tiene la voz de hierro, pero quieren callarla. Yo, con la boca pequeña y la experiencia que me han cedido los ojos, hablaré, mientras pueda, en su nombre. Seré la voz puesta en tela de juicio de los profesionales del cine, la escritura, la música, el audiovisual, la creatividad o las artes. Hablaré en nombre de las actrices, de las que se marcharon de casa para labrarse un futuro y volvieron dos años después para recoger un premio de homenaje en el lugar que nunca jamás había apostado por ellas. Hablaré en nombre de Luis, técnico de luces al que conocí en un rodaje a los 16 y que me enseñó el verdadero valor de la palabra sacrificio. Luis tenía 58 años y llevaba 27 dedicándose en cuerpo y alma a la industria cinematográfica. De un día para otro, le salía un rodaje, hacía las maletas y se marchaba de casa durante siete meses. «Yo adoro mi trabajo, me pagan bien y me permite vivir, pero cuesta, ¿sabes? Volver a tu casa y ver que tu hija ha crecido en tu ausencia, eso no hay dinero que lo pague.», y volvía al trabajo.

Hablaré en nombre de los guionistas, de los escritores y las escritoras que han tenido que convalidar sus procesos de escritura con trabajos precarios y que han resistido a la hostilidad, únicamente, por aferrarse a sus ideas y guardar en una caja de acero la imaginación, siempre bajo la difícil promesa de volver a cuidarlas cuando la vida les deje. Hablaré en nombre de María, vieja compañera de trabajo que llevaba siempre la libreta en el bolso y aprovechaba la hora del desayuno para seguir escribiendo.

«¿No vas a desayunar?» le preguntaban todos, y ella siempre respondía lo mismo. «Sí, comeré cuando escriba» y era cierto. Cada vez que le hacía caso al impulso creativo se le dibujaba en el rostro una evidencia. Escribir le alimentaba. No poder hacerlo, le desnutría.

Hablaré por los padres que reemplazaron las ilusiones de su vida para hacer posibles las de sus hijos, que endeudaron su vida entera para pagar unos estudios y que aceptaron la esperanza como moneda de cambio. Hablaré por mi madre, que todas las noches viene a mi estudio de madrugada y me repite lo mismo «Hija, vete a descansar, te vas a dejar los ojos», pero no insiste. No insiste porque ella en el fondo me entiende y sabe que no lo hago por gusto, que es una necesidad que me sale de dentro. Lo sabe por experiencia, lo dicen sus poemas, sus libretas del colegio escritas en los márgenes, todas las veces que la imaginación fue su única salvación cuando pasaba ocho horas diarias en una oficina de paredes blancas y tristeza infinita. «Hoy he viajado a Bali, a Hong Kong, a Londres», me decía, sentada en su escritorio, con el Google Maps abierto en la pantalla.

Hablo también por Cecilia, que tenía 58 años y era ama de casa. Limpiaba y los huesos le dolían como astillas, pero si Rocío Jurado sonaba de fondo ella veía la vida más clara y el suelo que fregaba, menos sucio. Hablo por Jesús llorando en el teatro lo que no pudo llorar en su ruptura. Hablo por Fran, que cada mañana busca en la recepción de una clínica una historia que merezca la pena escribir al llegar a casa. Hablo por Carmen y el brillo que le sale en los ojos al hablar de una idea. Hablo por Manuel, camionero desde los 17, que me auxilió en la carretera una noche y al elegir emisora me dijo «Si no fuera por la radio, no aguantaría la noche. Si no fuera por la radio, estaría solo». Hablo por los técnicos que son a la vez auxiliares, por los fotógrafos que son también retocadores o por los diseñadores que son programadores web y directores artísticos. Hablo por mí y por todos mis compañeros, condenados a definirnos como «Creativos multidisciplinares» porque el término superviviente, por desgracia, todavía no tiene cabida en el BOE.

Hablo por todos los que eligieron la pasión por encima del futuro y por los que no pudieron hacerlo pero jamás la descuidan. Yo he visto lo que la ilusión es capaz de hacer en la gente. Esa emoción es, como una religión, un Dios, una idea divina, la única certeza a la que me aferro cuando alguien cuestiona mi vocación. ¿De el arte? De el arte no se puede sobrevivir. Y tienen razón. Y me entristece profundamente que tengan razón. Y me alegra, profundamente, que tengan razón. Claro que del arte no se puede sobrevivir. La cultura no fue inventada para hacer funcionar, fue inventada para hacer sentir. Es la única responsable de que todo este conjunto de piel, órganos y huesos tenga algún sentido vital más allá de la simple existencia. La creación existe porque sostiene, porque acompaña : El cuerpo de Luis, el dolor de Cecilia, la esperanza de mi madre, la mirada atenta de mi hermana o los corazones a los que la monotonía ha terminado volviendo de piedra. No es una cura, desde luego, no soluciona enfermedades terminales – aunque tiene un poder innegable sobre la muerte – es un alivio. La creencia de que otra realidad, más cerca o más lejos, pero siempre más amable, es posible. Por supuesto que el arte nunca ha ido de la mano de la supervivencia. Por supuesto que no. El arte siempre ha ido de la mano de la vida.

Hablo porque he visto y porque he visto, sé de lo que hablo. Tengo la experiencia que me han aportado los ojos vidriosos y las risas sinceras en la sala de cine. Se de dejarse el cuerpo y el alma en una historia, de libretas llenas de memorias, de canciones que son más útiles que analgésicos, de la emoción que implica saber que ese rostro, esa calle, ese momento no va a morir nunca porque tú, sea como sea, lo has inmortalizado. Yo he visto la capacidad salvadora de la creación y conozco el valor incalculable del aplauso del público. Esa es mi fortuna y hablaré, mientras pueda, en su nombre. Escribiré, miraré, escucharé, fotografiaré y la protegeré, mientras pueda, en nuestro nombre.

Cuando llegue el momento, como siempre ocurre, callaré. Todos callaremos. Se nos agrietarán las manos y dejaremos de escribir, nuestra voz se volverá un susurro y dejaremos de contarle historias a los folios en blanco. Perderemos la voz algún día y no importará. No será triste. Nuestro silencio será progresivo, la palabra se hará polvo de forma tenue y amable. Nuestras ideas se perderán con el tiempo y no pasará nada, si la creación ha existido y ha sido cuidada, alguien, en nuestro idioma o en otro, cerca de nuestra casa o lejos, ya habrá dicho todo lo que no pudimos decir nosotros.

Cuidaremos el arte hasta que la vida nos deje, y cuando llegue el silencio a nuestra casa, la pasión que dejemos como herencia hablará en nuestro nombre.