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(Sebastián Gámez Millán) Esa figura de un metro ochenta de altura y de extrema delgadez caminando, casi una caña pensante, con un pie hundido en el suelo de la realidad y otro en busca del incierto horizonte del futuro, es en su rotunda simplicidad una de las esculturas más icónicas del siglo XX. Giacometti declaraba en la estela del minimalismo y del primitivismo: “Cuando más se quita, más crece el objeto”. Como símbolo, la escultura está abierta a una pluralidad de interpretaciones: los seres humanos no tenemos raíces, sino piernas con las que nos desplazamos, pero el cambio significa por un lado esperanza, por otro, incertidumbre. Es el ser humano después de “la muerte de Dios”, la pérdida del fundamento sobre el que se había erigido la civilización y el consiguiente nihilismo; es también el ser humano del existencialismo ante el vértigo y la angustia de tener que elegir y decidir su destino en una Europa y un mundo devastado tras la Segunda Guerra Mundial.
No es fortuito que medio siglo después de crearse, en 2010, alcanzara en una subasta la cifra de 104 millones de dólares, el récord de la época. Pero no confundamos el arte, vinculado con nuestra percepción, comprensión y sensibilidad ante lo que nos rodea, con el mercado, que guarda relación con lo que las personas están dispuestas a pagar por algo. Con acertado juicio nos advirtió Antonio Machado que “necio es el que confunde el valor con el precio”. Además de en la vida, incesante fuente de inspiración, el arte se inspira en el arte. La profesora Marina Malpartida, del IES Valle del Azahar, de Cártama, se ha inspirado en esta pieza de Giacometti, pero en lugar de reproducirla tal cual, lo que hubiera sido un simple gesto académico de mímesis y aprendizaje, sutilmente ha añadido uno de los instrumentos que caracteriza el paisaje de nuestros tiempos: el teléfono móvil, que se ha convertido en una prolongación de nuestros órganos, de nuestras manos, de nuestras piernas, de nuestra cabeza, de nuestra percepción y de nuestros pensamientos y casi en un fin que eclipsa, cuando no sustituye, nuestra existencia. Paradójicamente nosotros somos con frecuencia un medio subordinado al móvil. ¿Acaso no caminamos por ello de otro modo? Como robots, con la cabeza más inclinada, casi ensimismados en las múltiples conversaciones de las redes sociales, hiperconectados, confundiendo la realidad con las imágenes de las pantallas, sometidos a la tiranía de la inmediatez de los estímulos, cada vez resulta más difícil mirar a lo lejos.