Luz en la oscuridad: El mensaje de esperanza del Señor del Convento en el ‘Día de la Cruz’

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En los días primeros de mayo, un aura especial envolvió las calles empedradas de Alhaurín el Grande. Era el preludio de una celebración que trascendía lo terrenal, una manifestación de fe que despertaba los corazones más apaciguados y cautivaba a los espíritus más escépticos. Era el tiempo del Señor del Convento, el Cristo de la Santa Vera Cruz, y su día de gloria: el «Día de la Cruz».

Merche López.- Dicen que el Señor del Convento es muy milagroso, que su mirada bendita obró prodigios incontables en la vida de aquellos que confiaron en él. Y aunque algunos pudieran dudar de tales afirmaciones, nadie puede negar la fuerza indomable de la fe que se respira cuando llega mayo, la misma fe que unió generaciones enteras en veneración al Señor del Convento.

La efervescencia comenzó el primero de mayo, cuando los hermanos de la cofradía de la Santa Vera Cruz se reunieron para la recogida del romero que se convertiría en la alfombra perfumada sobre la que el Señor caminaría en su procesión. Un acto sencillo, pero cargado de significado, donde cada rama de romero recogida fue un gesto de amor y devoción hacia aquel que veneraban como su salvador. Tras la recogida, llegaron al convento en caravana y la música de las bandas, tanto de mayores como de la escuela, de la Santa Vera Cruz hicieron del día una gran fiesta de alegría y color. Caída la noche, el Santísimo Cristo de la Vera Cruz a hombros de “La Pepa” y acompañados de su música procesionó hasta la Plaza Alta.

El segundo día de mayo marcó el punto culminante de la festividad. Un día que comenzó con la Diana y que prosiguió con el recibimiento de las bandas que acompañarían al Señor del Convento en su procesión por la noche. Con un fervor palpable en el aire, el Cristo fue trasladado desde el Convento hacia la Parroquia de la Encarnación. Fue un desfile majestuoso, donde la música de las bandas se entremezcló con el perfume del romero y el murmullo de las oraciones. Nazarenos de todas las edades, grandes y pequeños, se unieron en una procesión de color y fervor, portando cirios florares que iluminaron el camino del Señor.

Pero fue en la noche del tercer día de mayo cuando la emoción alcanzó su punto álgido, no sin antes vivir un día colmado de momentos de alegría y gloria. Con gran solemnidad, el Cristo regresó al Convento, acompañado por una multitud que lo siguió con devoción inquebrantable. Las calles se iluminaron con la luz de los cirios, mientras las petaladas cayeron como bendiciones del cielo sobre el paso que llevaba al Señor. Fue un momento de comunión entre lo divino y lo humano, donde la fe se manifestó en gestos simples pero llenos de significado; donde el silencio se hacía dueño del ambiente al paso lento de los hombres de tronos y que se rompía al grito: ¡Viva el Señor del Convento!.

Mientras las campanas repicaban y las bandas de música llenaban el aire con sus melodías sagradas, los corazones de los fieles se elevaron hacia lo alto, en una plegaria silenciosa pero llena de esperanza. Porque, cuando llega mayo, días de gloria y devoción, el Señor del Convento brilla con una luz que trasciende lo terrenal, recordándonos a todos que, en medio de la oscuridad, siempre hay una luz que guía nuestros caminos hacia la redención.