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(Tomás Salas) La biografía y la actividad artística del rapsoda José González Marín (nacido y fallecido en malagueña villa de Cártama, 1989-1956) se extiende por la primera parte del siglo XX y está colmada con una gran cantidad de honores, reconocimientos y premios en España y América. La obra de Francisco Baquero El juglar y la Virgen peregrina recoge estos datos, que hacen de González Marín una de los artistas más reconocidos de su tiempo; reconocimiento que hacen, si cabe, más llamativos y faltos de razón el olvido y silencio que cubren su figura en la actualidad.
Voy a intentar resumir la persona pública de González Marín en tres rasgos que, creo, pueden ayudarnos a definirlo y a situar su figura en la cultura española de su época.
En primer lugar su talante de apertura, su ancho criterio en el terreno cultural. Una clara prueba de esto es su repertorio, que acoge El Piyayo de José Carlos de Luna, poemas de Rafael León, hasta textos de Lorca, Alberti, Juan Ramón; a los que hay que añadir a nuestros clásicos, como Lope o Góngora; incluso llega a declamar fragmentos de prosa de Ortega y Gasset. Esta amplitud de criterios estéticos entronca con una de las características que define lo que José Carlos Mainer ha llamado la Edad de Plata de la cultura española: la compatibilidad, la simbiosis entre los valores de la modernidad y la vanguardia con las esencias de lo tradicional y popular. Picasso, Falla, Lorca son ejemplos claros de los itmos más avanzados (surrealismo, cubismo, creacionismo) pueden ir acompañados de elementos tradicionales: la tauromaquia (Picasso), el flamenco (Falla), la tradición poética del romancero anónimo (Lorca).
Un segundo rasgo es su sentido de la continuidad. Continuidad de la cultura que mantiene su marcha majestuosa, a veces algo apagada, a veces más brillante, más allá de los cambios políticos y sociales. La vida profesional del rapsoda se desarrolló en una época convulsa y de grandes cambios en España y en el terreno internacional. Abarca distintas etapas, que suponen cambios abruptos en los político y lo social: la última etapa de la Monarquía, la Dictadura de Primo de Rivera, la República, la guerra civil y el Franquismo, que González Marín vive en su primera fase. En todos estos momentos trabajó con éxito, mantuvo sus amistades y relaciones y recibió reconocimientos y honores de los gobiernos de turno. Además hay que tener en cuenta su trabajo en el extranjero, sobre todo en los países hispanoamericanos. González Marín forma parte de eso que Julián Marías llamó “la vegetación del páramo”, esto es, aquellos que mantuvieron encendida la llama de la cultura española más allá de los cambios históricos y, a veces, en circunstancias difíciles.
El tercer rasgo afecta también a su actitud personal, no sólo a su labor artística. Se trata del sentido de la convivencia, del respeto y la amistad entre personas de diversas ideas e ideologías. Marañón señaló esta convivencia intelectual como uno de los rasgos de la Restauración. Él mismo nos cuenta cómo, en la casa paterna de Santander, comprobó la convivencia amistosa de hombres tan distintos como Galdós, Pereda o Menéndez Pelayo. Este consenso se rompe en los años 30, en los que los postulados ideológicos se radicalizan en España y Europa. Así, con este espíritu de convivencia, incluso en los momentos de más radicalismo, actuó siempre González Marín, amigo de Lorca y Alberti, de Pemán, José Antonio y Benavente; amigo y reconocido por todos los actores de la cultura. Esa misma amplitud de criterio que tuvo en el terreno estético, la mantuvo en el terreno personal. Sus profundas convicciones religiosas, nunca ocultadas, no eran ajenas a esta íntima actitud.
Estos tres rasgos definen al rapsoda como hombre de su tiempo, como fruto maduro de una etapa brillante de la cultura española.
Nota: puede verse, con más extensión, mi trabajo José González Marín en la cultura española de su tiempo, en la revista Jábega (Diputación de Málaga, nº 109, 2017).
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