La Romería de San Miguel

David Pasarin-Gegunde Linares

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(David Pasarin-Gegunde Linares) Resulta fascinante para muchos de los que visitamos o residimos en esta Costa del Sol acudir a la Romería de San Miguel de Torremolinos. Esa mezcla abrumadora de sensaciones tan intrínsecamente andaluza, presente en todas sus celebraciones, que embriaga los sentidos con luz, color, olor y sonido. Desde las procesiones de Semana Santa (cirios encendidos, incienso quemado, saetas y trompetas) hasta las corridas de toros (vistosos trajes de luces, aroma a bestia, sones de pasodoble) pasando por las romerías marineras como la de la Virgen del Carmen en La Carihuela (atardecer marino, olor a salitre y los faroles de los barcos alejándose en el crepúsculo).

Todo en esta tierra es en cierta manera excesivo, sensual, la dama de noche y el jazmín en los crepúsculos de verano, el ruido de las bandadas de palomas torcaces y periquitos salvajes al atardecer, los gritos desgarrados de !Guapa!, !Guapa! Cuando la barca con la Patrona Marinera se aleja de la playa mientras en el cielo naranja despuntan las primeras estrellas. Todo es desordenado, brutalmente bello, fugaz e instantáneo como nuestra propia existencia.

Tal vez quienes hayan nacido aquí, quienes fijaron este resplandeciente cielo en sus retinas nada mas llegar a este mundo no sean conscientes de la abrumadora belleza de este sitio, de esta mezcla entre atávica tradición y despreocupada modernidad, de la exuberancia de sus palmeras apuntando al cielo, de su infinidad de flores y de su impresionante arquitectura, brutal como las Tres Torres Redondas (L.A. Pagán, 1969) o veraniega y lujosa como La Nogalera (A. Lamela 1961), con sus inmensos vestíbulos fruto de otra concepción del espacio y el dinero.

Es difícil no emocionarse viendo subir a los hombres y mujeres de Torremolinos, orgullosos y alegres por la Cuesta de la Bomba (calle Joan Miró) con sus lentos bueyes y sus señoriales caballos siguiendo la misma senda que recorrerían sus antepasados, antes rodeados de prados y pinos y hoy jalonados de inmensos edificios con su contunden modernidad y sus vistas al mar.

Es fascinante como por encima de todo ese cemento, de ese trasiego de turistas, de esos miles de personas de todas las latitudes que desde los años 70 llevamos viniendo a la Costa del Sol, los malagueños han sabido preservar su esencia, mantener su arraigo a esta tierra sin negársela a nadie ni reivindicar ningún tipo de privilegio o primacía por haber nacido en ella.

Pocos sitios quedan ya en este tiempo digital y virtual del siglo XXI donde pueda uno acercarse a los bueyes y sentir su resoplido o escuchar los cascos de los equinos repiquetear sobre el asfalto. Pocos sitios quedan ya en el mundo donde dos jóvenes a lomos de un caballo, él, traje corto y sombrero cordobés, ella, vestido de flamenca y clavel en la oreja, se alejen al trote entre los pinos detrás de la ermita, tal vez escuchando de fondo un tamboril y una flauta y, seguramente, confensándose su amor.