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Este articulo trata sobre dos cuestiones que generan un cierto pudor a la hora de hablar de ellas en nuestro mundo actual, tan despreocupado y vitalista. Por un lado, la muerte, esa oscura señora que nos acompaña durante toda nuestra existencia, y por otro lado, el dinero, ese vil metal que tanto condiciona nuestro bienestar material.
Se habla mucho en “el colectivo”, de los lazos de fraternidad que debe haber entre sus miembros, de la solidaridad intergeneracional, de ayudar a quienes empiezan a desenvolverse en su adolescencia dentro de las coordenadas gay, lésbicas o queer y de las dificultades económicas que en muchas ocasiones deben afrontar estas personas. Sin embargo, no solemos hablar del otro hito clave en la vida de las personas, de la “salida”, del momento en el que fallece alguien que pertenece a este diverso grupo social al que nos estamos refiriendo. La muerte de una persona abre inevitablemente una serie de situaciones afectivas, legales y patrimoniales que no podemos obviar, especialmente en la cuestión del reparto de los bienes del finado.
Actualmente, en el caso de la herencia de una persona gay, por poner un ejemplo, cuando se verbaliza el posible fallecimiento (o llega de manera repentina) todos en nuestra mente tenemos la imagen del sobrino lejano, desconocido en ocasiones para el propio muerto, que todos damos por hecho será el beneficiario de la masa patrimonial del causante. Bien es verdad que, siguiendo la legalidad vigente, los denominados herederos forzosos, hijos, nietos, padres o cónyuge, tienen derecho exclusivo a parte de la masa patrimonial dejando disposición al fallecido para asignar libremente tan solo un tercio de todos los bienes que deja. Ahora bien, en caso de un testante gay que muere a una edad avanzada, por poner un ejemplo concreto, que no tiene hijos, cuyos padres ya han fallecido y que no está casado legalmente (ni convive como pareja de hecho) la libertad para poder dejar sus bienes a quien quiera es absoluta, pudiendo asignar su herencia a una o varias persona cercanas a él o a una ONG con la que colabore.
Esta realidad, esta capacidad para asignar “post mortem” nuestros bienes a los seres que tenemos cerca o a las instituciones que nos han ayudado (agrupaciones de deporte, grupos de terapia y acompañamiento, asociaciones Antisida…) es desconocida por gran parte de los miembros del colectivo. La mayoría de las veces las personas de nuestro entorno fallecen sin testamento, dejando su masa patrimonial a herederos colaterales de segundo o tercer grado. En otras ocasiones, dan por hecho que deben testar a favor de sobrinos a los que hace años que no ven; en lugar de beneficiar a las personas con las que conviven a diario, con las que han establecido verdaderos lazos afectivos y que les han ayudado o atendido en sus últimos momentos.
Debería ser más habitual que grupos de amigos, con relaciones personales de años, “amigos de toda la vida”, como se suele decir, preparasen sus testamentos en colectivo, unos a favor de otros, para que, a la partida de alguno de ellos, el resto siguiese disfrutando del patrimonio del amigo finado antes de que un familiar lejano, en ocasiones sin relación afectiva con el fallecido, reciba un inesperado regalo.
Esta cuestión es especialmente trascendente cuando el miembro del colectivo ha abandonado su ciudad (incluso su país) para empezar una vida en un nuevo ámbito de libertad. En muchos de estos casos la familia que dejo atrás ni siquiera se interesa por la situación de esa persona o, directamente, forzó esa huida por el rechazo a su orientación sexual. ¿Es justo que esos familiares, que en ocasiones le repudiaron, por muchos lazos de sangre que tengan con el fallecido, hereden su patrimonio? ¿Es legítimo que los amigos que le ayudaron en su “segunda vida” no reciban la gratitud de quien les quiso como a una familia?
Un caso que puede ilustrar bien esta circunstancia se da en la urbanización La Nogalera de Torremolinos en la que existe un piso vació desde hace más de 20 años propiedad de un sueco (en algunas versiones es finlandés) que vino a vivir a la Costa del Sol. fallecido tras comprarse un apartamento en este complejo residencial, la vivienda permanece cerrada durante décadas ya que sus familiares o bien desconocen la existencia de este inmueble o incluso desconocen el propio fallecimiento. ¿No hubiese sido más lógico que esta persona hubiera testado a favor de sus amigos en España que ahora estarían disfrutando de los bienes de la persona que quisieron y les quiso en vida?
Este articulo quiere ser una llamada de atención a los miembros del colectivo que, por falta de interés o desconocimiento, no disponen las cosas adecuadamente para que las personas que les rodean y con las que tienen vínculos cercanos de amistad y verdaderos lazos de familiaridad puedan disfrutar de sus bienes cuando alguno de ellos no esté. Vivimos en un mundo que retira la mirada a la muerte, que existe de espaldas a ella, especialmente el colectivo gay, en ocasiones demasiado ensimismado en una visión hedonista de nuestro paso por este mundo. En un tiempo de relativismo y superficialidad como el que habitamos pocas verdades inmutables quedan en pie, pocas certezas nos encontramos en nuestro camino tan universales como el inevitable final de nuestra propia existencia. Organizar nuestras últimas voluntades ayudando a quienes nos acompañaron en nuestro recorrido por el camino de la vida es, tal vez, uno de los pocos consuelos que nos quede en el fatídico e ineludible trance hacia la muerte.