Simón Le Tiec, filósofo y activista queer, aborda las agresiones homófobas en Torremolinos

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Los crímenes de odio inciden en aquella idea de la asphaleia griega, la sensación de seguridad o vulnerabilidad individual. Sobre todo cuando una ciudad se produce desde el discurso de la salvaguarda de libertades, gana premios a su protección de la comunidad y se pasea por diferentes medios de comunicación anunciando estas garantías. La herida, la sangre, se convierten en algo de lo que distanciarse para asegurar la verosimilitud del relato: esto aquí no pasa, este sitio seguro: vengan.

Cuando se produce el advenimiento de la violencia, hay algo que se resquebraja. Pueden verse las costuras del discurso, los tiempos que miden las respuestas basadas en su efecto sobre la imagen de la ciudad. De esto hablaba fácilmente Peter Benchley en su libro “Jaws”, cuando un tiburón amenaza a los bañistas de una comunidad de Nueva Inglaterra y la primera preocupación del equipo de gobierno es el efecto que tendrá en la llegada de turistas. En su intento por mitigar los efectos de la noticia, el equipo se niega a cerrar las playas o a reconocer la existencia del escualo. Es entonces cuando las decisiones tomadas en el pasado afectan a hechos futuros, cuando la lógica que hay detrás se centra en los efectos mediáticos de la represión y no en la causalidad que es, hasta cierto punto, anticipable.

Hace meses escribía sobre el famoso cartel de “Prohibido Maricones” y si bien catalogaba de rápida la intervención institucional, también delataba una falta de comprensión social y cultural de la cuestión en la categorización (pragmática políticamente) del odio. Hablar de odio, en muchas ocasiones, nos frena para comprender las complejidades sociales de estas coyunturas. Las redes sociales y el tejido tecnológico son eficaces para difundir ideas sencillas, pero al hacerlo nos distanciamos más de los problemas bajo la ilusión de presuntas ilusiones turísticas.

Un tropo recurrente es dibujar la ciudad como un lugar seguro frente a las zonas rurales, como si la primera fuera un foco de libertad frente a las segundas. Esto ha sido cuestionado por las ciencias sociales, pero gran parte del discurso turístico aboga precisamente por dibujar esta frontera.

Cuidar la diversidad no implica, necesariamente, garantías de que nada ocurrirá. No obstante, cualquiera que haya trabajado en la noche de Torremolinos es consciente de ciertas dinámicas sociales que redundan en situaciones de discriminación (tanto dentro como fuera de la Comunidad LGTBIQ+) o desigualdad laboral. Todo esto queda opacado cuando lo único que importa es el impacto económico que dejan las Fiestas (y que suelen ser una especie de aval justificativo de la libertad para muchos medios) que han tendido a privatizar espacios que hasta hace poco eran públicos.

El discurso turístico ha demostrado estar construyéndose sobre frágiles cimientos que están más pendientes de los efectos a nivel mediático (los departamentos de prensa y comunicación puede que sean los más despiertos) que de la percepción social del riesgo. La asphaleia se constituye entre los miembros de una comunidad, cuya representatividad es en ocasiones obviada en favor del interés económico. Lo más sorprendente, es que incluso cuando el estatus de protección de la libertad está en entredicho, la retórica turística conseguirá reapropiarse del problema de tal forma que justifique una respuesta al odio a través de si misma. Sería oportuno empezar a abordar la vivencia y experiencia individual y colectiva de ciertos miedos que, cuando se institucionalizan, son silenciados