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(Salvador David Pérez González) Pocos son los que, al escuchar la palabra «Santería», piensan en Andalucía. El influjo del cine, la literatura y los medios de comunicación ha contribuido a que este vocablo haya adquirido, para la mayoría de nosotros, un único significado. El de las sincréticas, y casi secretas, ceremonias afroantillanas que se desarrollan a orillas del Caribe.
Pero existe otra «Santería» mucho más cercana y muy distinta a la que hemos mencionado. La que denomina a la peculiar manera de sacar las procesiones en Lucena. Esta localidad cordobesa ha sabido salvaguardar, celosamente, sus raíces cofrades más añejas conduciendo los tronos a hombros de los «Santeros». De ahí el nombre. Las imágenes se levantan con un corto y metálico golpe que, a modo de llamada, se da sobre el «timbre», una campana pequeña colocada en la cabeza del varal izquierdo. Avanzan, además, en trechos muy cortos, los «horquillos». Y siempre a golpe de tambor. Nunca de la banda, que se sitúa en un lugar posterior.
Tocar el «timbre» en Lucena es el mayor honor que puede dispensarse a un cofrade. Una distinción que, a diferencia de otros lugares, se otorga, cada año a un «Santero» distinto, el «Manijero» al que los hermanos de su cofradía consideran merecedor de tan alto cometido. Una vez recibido el encargo es a él, y sólo a él, al que corresponde el deber de buscar, tallar y distribuir a sus compañeros bajo el varal, con los que compartirá reuniones y largas horas de convivencia en torno a un «perol» regadas con los famosos caldos Montilla-Moriles de la zona.
Son tantas las características y rituales propios de la «Santería» que hay quien ha llegado a considerarla todo un arte e incluso una peculiar forma de entender la vida. Y más si hablamos de la que tiene el enorme privilegio de llevar sobre sus hombros a la Virgen de Araceli. Una venerada talla que desde 1955 no sólo es patrona de Lucena, sino también de todo el campo andaluz.
Por eso la «Santería» lucentina vivió, el pasado domingo, uno de sus días grandes. Las calles volvieron a engalanarse para la multitudinaria procesión que ponía el broche de oro a las fiestas aracelitanas. Y cuando la tarde avanzaba, las casas de treinta y cinco privilegiados eran mudos testigos del mismo ritual secular. Una o dos personas ayudando a vestir a cada «Santero». La camisa blanca, y sin costura, cayendo perfectamente sobre los hombros. La faja. La túnica blanca. Las manos nerviosas y alegres apretando el pañuelo al cuello y los últimos adioses antes de ajustarse el capirote y cruzar el portal, con cara de ilusión y orgullo, en busca de ese joyel de piedra que es la Parroquia de San Mateo.
De allí partía, puntualmente, la procesión a las ocho de la tarde. Tras el estandarte de la Real Archicofradía de María Santísima de Araceli, que encabezaba el cortejo, cientos de promesas, la elegante presencia de más de medio centenar de mujeres lucentinas vistiendo mantillas blancas, el pregonero de las fiestas y, cómo no, la esperada presencia de la joven y lozana Corte de Damas Aracelitanas de Honor. Todo ello preludio y anuncio del brillo infinito de una Virgen que avanzaba, majestuosa, sobre su trono de metal ataviada, este año, con manto azul.
Emoción en cada esquina. Respetuoso silencio. Petaladas de devoción derramándose de los balcones. Y la notas de López Escalante poniendo sonido a una mágica noche junto al Círculo Lucentino. Bajo los varales, el buen hacer y el sudor fundía a treinta y cinco hombros en un solo sentimiento.
Como una nave que entra a puerto llegó la Virgen de Araceli de vuelta a la Plaza Nueva. Allí, con el alumbrado apagado, su trono se abrió paso entre un mar de sentimientos. Vuelve a sonar la música. Estalla el primero de los cohetes. El cielo se llena de colores para despedir a su Reina. Bajo los varales hay cansancio, pero las caras están llenas de satisfacción. Bendita «Santería», que ha hecho posible el milagro.