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(Esperanza Mena) El viento de levante soplaba fuertemente todos los cristales de mi casa. La tarde era gris y amenazaba lluvia tormentosa.
Acurrucada en el sofá, veía cómo cruzaban los relámpagos el cielo plomizo y, sin querer, mi mente se fue hacia un poema que de niña mi padre me hacía recitar; era de una niña muerta a la que «Cerraban sus ojos»: así se llamaba el poema de Bécquer. Un poema que siempre me dio que pensar, y más todavía en esta noche de difuntos, pues el viento no dejaba de soplar y yo seguía pensando en que… «¡qué solo se quedan los muertos!». Allí los dejamos; y muy de tarde en tarde los visitamos: allí sopla el viento con su eterno son, y sus cuerpos tendidos en esa losa permanecen.
Muchas veces me da por pensar en ellos, ¿Qué será de sus huesos ateridos de frío? Por eso, todos los años cuando llega esa noche enciendo mis velas, tal vez como tributo a su muerte, o quizás para que nunca se borre su recuerdo en mi memoria.
Tanto pensé anoche en ellos, que termine soñando que estaba muerta, y sólo me podían ver los niños con sus almas inocentes…