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(Padre Javier) Hay una tendencia en ciertos sectores de pensamiento para desvirtuar la Navidad. Ya de por sí, nosotros los cristianos, la vamos desfigurando poco a poco, convirtiéndola en una época de consumismo rampante y de falta de contenido, para que vengan otros y que nos hablen de «solsticios de invierno», de momentos de familia y de fraternidad, de fiesta para los niños, etc.
La Navidad es el Nacimiento del Hijo de Dios como hombre de una mujer que se llama María. Ese nacimiento cambió la historia del mundo en un antes y un después. Y ese Niño que nació es hombre y es Dios conjuntamente y eso es lo grandioso, porque no es un nacimiento cualquiera. Y tampoco vino a hacer turismo, ni a pasearse, ni a hacerse famoso a costa de la ignorancia de los hombres, ni a que le aplaudan. Su Nacimiento no fue un mar de rosas, ni un momento de placidez. Vino a vivir nuestra vida desde dentro; a participar activamente de nuestras luchas, alegrías, tristezas, de nuestra convivencia difícil. Vino a pasar frío, desnudez, persecución, a sufrir envidia de los poderosos. Vino y se sometió al modo de interpretar la vida de los demás; a la obediencia de una cultura, de una familia, de un tiempo y país determinado.
Pero sobre todo, vino a cumplir las promesas hechas por Dios, desde hacía siglos, a través de los Profetas de Israel. ¿Cuáles son esas promesas? Que él (Dios) ama tanto al mundo que enviará a su Hijo único para que el mundo se salve, para que tenga vida abundante, para que viva en paz. En definitiva, para hacer al hombre partícipe de su misma vida. Para eso, él cargará sobre sí todas las maldades de la humanidad, todos los crímenes. Curará todas la heridas y cicatrices; todas las condenas, todas las calumnias, todas las miserias humanas y todo lo que angustia a la humanidad. Y lo hizo no con una barita mágica, sino pasando todo eso en propia carne, en su propia persona, acompañado de su Madre.
Y todo esto lo hace como oferta. Lo ofrece sin obligar a aceptarlo, sin pedir nada a cambio, dejándonos en libertad. Ese es el punto esencial y dramático de esta historia: si curase todas nuestras enfermedades, solucionase en un pispas todas nuestros problemas, hiciese que nos tocase la lotería por turnos y por barrios, que tuviésemos una salud que no nos doliese nunca la cabeza, entonces diríamos «Oh, qué bueno es Dios». Y ya está, al minuto lo tendríamos pidiéndole otra gracia a nuestro antojo, como a la Lámpara de Aladino.
Miremos a ese Niño-Dios envuelto en pañales en lo alto de un pesebre. Fijémonos cómo el buey y la mula reconocen a su dueño (ese es el sentido de la presencia de esos dos animales en el Portel de Belén), cómo los primeros que corren a ver al Niño son unos pastores que nos representan cuando somos sencillos de corazón, pues Dios sólo nace en un corazón sencillo y humilde; fijémonos en los Magos de oriente que, creyendo en una estrella, fueron guiados hasta la Cueva donde estaba el Niño con su Madre, para que nosotros sepamos que nuestra estrella es la fe que nos debe llevar hasta el Niño en el regazo de su Madre.