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Dicen que está el ambiente crispado.
Intento alejarme de las ideologías tradicionales y del odio.
Pero lo que presenciaron mis ojos hace unos días, colmó la gota del vaso.
En eso está el problema: que las personas con sentido común permanecemos calladas, mientras una minoría ruidosa acapara toda la atención y sigue echando leña al fuego.
En el vídeo, un hombre yacía en el suelo mientras un policía le apretaba el cuello con la rodilla. Solo se oían sus plegarias: “Por favor, ¡pare! ¡No puedo respirar!”
El tono de voz desesperado de George Floyd despierta la angustia y el instinto de socorro de cualquier individuo con algo de humanidad. Sin embargo, el agente apretaba aún más fuerte. Tuve que quitar el vídeo, porque no iba a ver de forma pasiva y sin tener la capacidad de ayudar, como se estaba asesinando a un ser humano delante de mis ojos.
A los dos días, la CNN transmitió en directo la detención de uno de sus reporteros. Por aquel entonces, Minnesotta ya estaba en llamas. Una joven afroamericana grita con impotencia a las cámaras de otra cadena: “¡Hemos sido pacifistas durante 200 años! ¡He perdido a tres hermanos, tres! ¡No nos vamos a callar más!”.
Resurgieron unas antiguas declaraciones de la canciller Merkel: “La libertad de expresión tiene un límite, y ese comienza en el momento en el que se acosa y propaga el odio. Comienza cuando la dignidad de otras personas se ve violada y a eso nos debemos enfrentar y oponer en esta cámara. Y eso lo vamos a conseguir, porque si no, esta sociedad ya no es lo que fue.”
¿Encontráis algún símil con la actualidad española?
No me voy a meter en ese terreno pantanoso, pero hay una cosa que tengo muy clara: ya no me voy a callar, no voy a tolerar ni una sola palabra de odio en mi presencia. Aunque eso signifique dejar de hablarme con una persona ‘por ideología’. ¿Por qué? Porque si seguimos permitiendo este discurso, el día de mañana, George Floyd puede ser cualquiera de nosotros.