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He estado tres horas dando bandazos: salí de casa hacia el ambulatorio. En cuanto abrí la puerta también lo hizo mi vecino, alguien que me atrajo físicamente y por su simpatía cuando se instaló en este bloque el verano pasado y con el que llegué a almorzar, pero del que se me quitaron las ganas cuando me enteré que tiene trece años más que yo y novia. El caso es que hemos hecho la mitad del trayecto juntos, pero guiaba él. Me ha dicho que me oyó en la entrevista de radio que me realizaron hace unos días, la tercera en tres meses. Le he comentado que estoy un poco harta de hablar sobre mis novelas porque también llevo diez años escribiendo relatos y artículos en diferentes medios y no ha servido para que me quiten de ser una esclava. Me planteo estar pendiente de Internet para ayudar a animales y poco más. He terminado pronto donde el médico, he comprado algo de comida, me ha dado tiempo a desayunar y he ido también a renovarme el DNI por aquí cerca, pero he fallado en que había que pagar en efectivo así que he dado otro paseo de treinta minutos para sacar dinero de un cajero.
He regresado donde vivo de alquiler con la intención de compartir un par de vídeos que me enviaron mis alumnos para conmemorar el 11 de febrero, Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, pero he visto un concurso literario acerca de historias sobre mujeres y no me he podido resistir en participar con este texto.
Se me ha venido a la sesera la historia de mi amiga Alejandra que, cuando se licenció, se marchó a Edimburgo donde estuvo unos años trabajando: primero de camarera, luego de dependienta, posteriormente en una academia para dar clases de inglés a extranjeros y de allí le salió el viajar en cruceros dando clases de español. También le dio por ir a bares donde se bailaba salsa y así conoció a un australiano que se había dado un año sabático para conocer mundo. Mi amiga se enamoró y siguieron en contacto. Tenían la idea de que ella dejara el Reino Unido para irse a vivir juntos. Un día, una amiga de él se puso en contacto con Alejandra para decirle que su amor iba a ser padre. Él le aclaró a mi amiga que aquello había sido la historia de una noche y que no quería saber nada de aquel niño. Entonces, en uno de los cruceros que pasaban por Australia Alejandra decidió desembarcar. Cuál sería su sorpresa cuando vio que este hombre le tenía preparado un billete de vuelta excusándose con que todavía no tenía tan claro lo de convivir y bla, bla, bla. Alejandra decidió no saber nada de él y se echó otro novio pero no estaba contenta porque este era muy celoso. Un día el australiano se puso en contacto, le dijo que no la podía olvidar, quería que viviesen juntos y que haría todo lo que ella le pidiese para demostrarlo. Alejandra le pidió que fuera a buscarla. Entonces este hombre recogió a mi amiga y con ella tuvo dos hijos, aunque antes, nada más aterrizar, quiso conocer a su primogénito y mi amiga volvió a estar triste porque él le pidió que no le acompañase ya que la madre de aquel bebé no quería verla. Total, pasó un lustro y Alejandra pidió el divorcio cuando descubrió que su esposo tenía otro hijo con la misma señora.
Otra historia es la de Rita, que lleva más de un cuarto de siglo en Venecia. Es malagueña y tiene una hija, motivo por el que no ha regresado a España, pero echa mucho de menos su tierra, su sol, su pescaíto frito, el calor humano… Así como yo me desahogo, me expreso y me comunico escribiendo, ella, desde la pandemia, lo hace a través de unas fotografías que manipula. Rita ha estado rodeada de arte porque trabaja en los museos.
Otra superheroína de barrio es mi hermana, que lleva más de dos décadas viviendo en el campo, en gran parte sola, teniendo que acarrear alpacas que pesan casi más que ella para darle de comer a dos caballos y que tira adelante siendo administrativa con solo mil euros mensuales y la mitad se le va en alimentar a los animales. Está más delgada de la cuenta, consumida, porque cuidar a los animales lo hace con mucho gusto pero tener que ser administrativa la sobrepasa. Para mí también sería un gran regalo si pudiera vivir de mi literatura, en el campo, cerca del Mediterráneo, cuidando a la Pachamama, a perros, gatos y gallinas. Mi hermana tuvo que deshacerse de las cabras hace poco. Tanto trabajo le ha afectado a la salud.
El otro día fui a desayunar, como los pavos porque nos dan media hora pero entre que llegas, pides, pagas y te sirven, realmente para desayunar tienes quince minutos como mucho. Me senté con una compañera, Carmela, y le dio tiempo a preguntarme cuántos años tengo y a contarme lo siguiente.
Pensaba que tenía como ella, cuarenta, pero tengo la edad de su madre. Me sorprendió porque la había parido con catorce años. Con trece conoció a su novio, que tenía quince, se enamoraron y se escaparon para que las familias los aceptaran. Cuando iba a parir no sabía ni por dónde iba a hacerlo y Carmela añade: «pero sí que supo hacerme». El día que mi compañera pisó la universidad iba acompañada de su padre y las futuras amigas pensaron que era su pareja. Cuando Carmela tenía veinte años vio que faltaba la ropa de este señor. Se había ido sin mediar palabra, con una amiga de la familia y ya no supieron más. Dice que lo que le da pena es que no ha conocido a su hijo, es decir al nieto, y que su madre no ha querido saber nada de otro hombre.