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En la lista de los oficios que fueron, en el arte del faenar antiguo, figura uno del que aún quedan rescoldos, en lo más abrupto de nuestras sierras y terrenos de labor más escarpados e inaccesibles. Desde lo más recóndito de la intrincada fronda surge casi por ensueño, la figura de un caminante, amigo de mil veredas, conocedor de atajos y caminos de herradura, perito en el trato con las bestias, sagaz y valiente. De recursos amplios y contrastados, para sortear los peligros y las amenazas de los caminos a la hora de conducir a puerto seguro sus animales.
Bestias que, a su voz, orden o un simple silbido, se convierten de repente, en obedientes corderillos, cumplidores de sus designios, acostumbrados al trabajo duro, el castigo y el halago; compañeros de noches sin luna y al relente del amanecer, de tórridos veranos e inviernos de ventisca y fríos atardeceres.
Antes había brillo en los caminos, las piedras al rozar con los cascos de las caballerías producían senderos que encendía la luna en aquellas largas madrugadas, donde la confianza en la bestia permitía el ligero sueño del sufrido arriero. Hoy ya no centellean los antiguos senderos.
La palabra arriero proviene etimológicamente, de la onomatopeya ¡arre!, utilizada, desde siempre para indicar la marcha a sus eternos cómplices, casi familia, de esa persona fuerte y decidida, labrador en muchos casos que con estos menesteres ayudaba al sostén y a la economía de su familia. Otros, en cambio, fieles herederos del oficio, de padres o abuelos. Tenemos constancia desde el siglo IX hasta bien entrado el siglo XIX, de su existencia como eje vertebrador de mercancías, vidrios, alimentos, tabacos, especias, cordelería, lana, seda, sal, preparados de botica, noticias, en su sinfín de múltiples funciones a los que dedicaban sus días y sus noches.
También llamados, carreteros, muleros o traginers eran inquilinos de tortuosos caminos en grandes jornadas, expertos en transporte y en conservación. Es sabido, su pericia en transportar pescado utilizando paja o lo recóndito de los neveros en su beneficio. Así se podían degustar manjares de lejanos puntos, en la corte (especialmente de los Borbones en el siglo XVII) o por una aristocracia necesitada siempre de nuevas sensaciones y gustos gastronómicos diversos.
Oficio ya citado en el Quijote:» Oyese, asimismo con espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrido áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan.» Fueron famosos los arrieros leoneses de la Maragatería por crear una red de trazado radial de caminos, que comunicaban la capital del reino con los puntos más distantes de la piel de toro, mejorando de manera sustancial el ir y venir de las mercancías. Aún perduran la Calzada Real o el Camino de Galicia que los arrieros compartían con los peregrinos que como hoy, se encaminan a la bendición del apóstol; ganados trashumantes en busca de mejores pastos, segadores o vendimiadores según la época del año. Se desplazaban donde los llevara la vida, poca comida y escaso descanso que los obligaba en muchas ocasiones a compartir lo escaso de su zurrón, conocido es el dicho: Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos», aunque en la actualidad se utiliza de un modo menos solidario.
La camaradería, imprescindible en una realidad llena de incomodidades y peligros, era casi imprescindible. Ellos con su eterna necesidad de un plato caliente y un merecido descanso nocturno para hombres y bestias, sembraron el germen de las múltiples ventas y ventorrillos que aún perduran, otorgando solaz y placer gastronómico a un número ingente de domingueros. Su constante lleva y trae ha dejado, sin duda, una sólida impronta en nuestros platos que sin ser el famoso «ajoarriero» que Martínez Montijo citado en su recetario del siglo XVII, hablando de un pescado de los Países Bajos, el escotafix que había que golpear para ablandar su carne y espina saladas para luego freírlo con cebolla en manteca, después se machacaba en un almirez pimentón, pan mojado, aligerándolo con leche. Modificado aún por expertos cocineros llegó hasta nosotros el famoso «bacalao al ajoarriero».
Es conocido su decisiva contribución a la creación de los platos más exquisitos de nuestro acervo cultural gastronómico, al llevar sal y aceite al norte de nuestro país o el pimentón extremeño o murciano, conformando la base con su salsa de ajo, aceite y pimentón que acompaña caldeiradas, congrios y pulpos del Atlántico, en sus más variadas presentaciones. Una identidad culinaria basada en el intercambio fue construyendo una realidad que hoy disfrutamos, gracias a estos hábiles conductores de asnos, caballos, mulas y bueyes que durante siglos fueron dueños de nuestros caminos y nuestra economía.
En la Sierra de las Nieves, hubo arrieros de renombre con su faja a la cintura, su navaja a buen recaudo y su vardasca siempre a punto, de voz atenta, gesto serio y mirada serena. Muy de mañana e incluso al amparo de la noche, aparejaban sus caballerías y las llevaban cargadas para ir y volver de las fértiles campiñas de Sevilla o de Jerez con los diferentes peguales. Es bien conocido también el duro trabajo de los neveros que transportaban al fresco de la noche veraniega, los serones de nieve compactada y acumulada en sombríos páramos. Y que esa misma jornada serviría para aliviar a los enfermos febriles o para refrescar las gargantas de los pudientes de la capital en los meses de estío. En Tolox, un hombre conocido como El Peatón hacía de hilo conductor entre las familias y las cuadrillas de segadores, portador de noticias, cartas, talegas y ropa limpia de cambio para los esforzados trabajadores, que por San Roque volverían a sus casas, con los buenos duros en la faltriquera, golosinas para los niños y los cohetes que anunciarían su llegada desde la Cruz del Padre Ventura. Alegre prólogo de las festividades patronales donde se elevarían plegarias y peticiones a San Roque, con cohetes y ruedas de fuego, compradas en Ronda, al paso de las cuadrillas por la ciudad del tajo.
El ferrocarril y la invención de la refrigeración en 1931, dieron al traste con este digno oficio que apenas subsiste en terrenos impracticables para vehículos a motor, como sucede con la saca del corcho en la zona del Parque Natural de los Alcornocales en Cádiz o en las empinadas viñas de la Axarquía malagueña.
Quizás ya no sean ten necesarios, pero conviene recordarlos porque forman parte de un especial legado, herederos de una forma de vida, que, con sus sudores, su abnegación y su compromiso de años propiciaron la realidad que hoy disfrutamos y debemos poner en valor.